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Artículo La Esencia del Ego

PARTE TRES

LA ESENCIA DEL EGO

La mayoría de las personas se identifican completamente con la voz de la mente, con ese torrente incesante de pensamientos involuntarios y compulsivos y las emociones que lo acompañan. Podríamos decir que están poseídas por la mente. Mientras per­manezcamos completamente ajenos a esa situación, creeremos que somos el pensador. Esa es la mente egotista. La llamamos egotista porque hay una sensación de ser, de yo (ego) en cada pensamien­to, en cada recuerdo, interpretación, opinión, punto de vista, reacción y emoción. Hablando en términos espirituales, ése es el estado de inconsciencia. El pensamiento, el contenido de la mente, está condicionado por el pasado: la crianza, la cultura, la historia familiar, etcétera. La esencia de toda la actividad mental consta de ciertos pensamientos, emociones y patrones reactivos repetitivos y persistentes con los cuales nos identificamos más fuertemente. Esa entidad es el ego.

En la mayoría de los casos, cuando decimos «yo», es el ego quien habla, no nosotros, como ya hemos visto. El ego consta de pensamiento y emoción, un paquete de recuerdos que identifica­mos con «yo y mi historia», de papeles que representamos habi­tualmente sin saberlo, de identificaciones colectivas como la nacionalidad, la religión, la raza, la clase social o la filiación política. También contiene identificaciones personales, no solamente con los bienes materiales sino también con las opiniones, la apariencia externa, los resentimientos acumulados o las ideas de ser superio­res o inferiores a los demás, de ser un éxito o un fracaso.

El contenido del ego varía de una persona a otra, pero en todo ego opera la misma estructura. En otras palabras, los egos son diferentes sólo en la superficie. En el fondo son todos iguales. ¿En qué sentido son iguales? Viven de la identificación y la separación. Cuando vivimos a través del ser emanado de la mente, constituido por pensamientos y emociones, la base de nuestra identidad es precaria porque el pensamiento y las emociones son, por naturale­za, efímeros, pasajeros. Así, el ego lucha permanentemente por sobrevivir, tratando de protegerse y engrandecerse. Para mantener el pensamiento del Yo necesita el pensamiento opuesto de «el otro». El «yo» conceptual no puede sobrevivir sin el «otro» conceptual. Los otros son más «otros« cuando los vemos como enemigos. En un extremo de la escala de este patrón egotista inconsciente está el hábito compulsivo de hallar fallas en los demás y de quejarse de ellos. Jesús se refirió a esto cuando dijo, «¿Por qué ves la paja en el ojo ajeno pero no la viga en el tuyo propio?« En el otro extremo de la escala está la violencia física entre los individuos y la guerra entre las naciones. En la Biblia, la pregunta de Jesús queda sin respuesta, pero obviamente ésta es que cuando criticamos o conde­namos al otro, nos sentimos más grandes y superiores.

QUEJAS Y RESENTIMIENTO

Renegar es una de las estrategias predilectas del ego para fortale­cerse. Cada queja es una historia inventada por la mente y la creemos ciegamente. No importa si manifestamos nuestras que­jas o si las pensamos en silencio. Algunos egos sobreviven fácilmente a base de lamentos únicamente, quizás porque no tienen mucho más con lo cual identificarse. Cuando somos presa de esa clase de ego, nos lamentamos habitualmente, en parti­cular de los demás. Sin embargo, es algo que hacemos incons­cientemente, lo cual significa que no sabemos lo que hacemos. Aplicar rótulos mentales negativos a los demás, ya sea en su cara o cuando se habla de ellos con otros, o sencillamente cuando se piensa en ellos, suele ser uno de los componentes de este patrón. Utilizar adjetivos ultrajantes es la forma más cruda de esos rótulos y de la necesidad del ego de tener la razón y triunfar sobre los demás: «idiota, perra, imbécil», son pronun­ciamientos definitivos contra los cuales no hay argumento posible. En el siguiente nivel más bajo en la escala de la inconsciencia están los gritos y las injurias, y bastante cerca, está la violencia física.

El resentimiento es la emoción que acompaña a las lamentacio­nes y a los rótulos mentales, y refuerza todavía más el ego. El resentimiento equivale a sentir amargura, indignación, agravio u ofensa. Resentimos la codicia de la gente, su deshonestidad, su falta de integridad, lo que hace, lo que hizo en el pasado, lo que dijo, lo que no hizo, lo que debió o no hacer. Al ego le encanta. En lugar de pasar por alto la inconsciencia de los demás, la incorporamos en su identidad. ¿Quién lo hace? Nuestra inconsciencia, nuestro ego. Algunas veces, la «falta» que percibimos en otra persona ni siquiera existe. Es una interpretación equivocada, una proyección de una mente condicionada para ver enemigos en los demás y elevarse por encima de ellos. En otras ocasiones, la falta puede existir pero la amplificamos al fijarnos en ella, a veces hasta el punto de excluir todo lo demás. Y fortalecemos en nosotros aquello contra lo cual reaccionamos en otra persona.

No reaccionar al ego de los demás es una de las formas más eficaces no solamente de trascender el ego propio sino también de disolver el ego colectivo de los seres humanos. Pero solamente podemos estar en un estado donde no hay reacción si podemos reconocer que el comportamiento del otro viene del ego, que es una expresión de la disfunción colectiva de la humanidad. Cuando reconocemos que no es personal, se pierde la compulsión de reaccionar como si lo fuera. Al no reaccionar frente al ego logramos hacer aflorar la cordura en los demás, es decir, oponer la conciencia incondicionada a la condicionada. En ocasiones quizás sea necesario tomar medidas prácticas para protegernos contra perso­nas profundamente inconscientes. Y podemos hacerlo sin crear enemistad. Sin embargo, la mayor protección es permanecer en la conciencia. Una persona se convierte en enemiga cuando persona­lizamos la inconciencia de su ego. No reaccionar no es señal de debilidad sino de fuerza. Otra forma de expresar la ausencia de reacción es el perdón. Perdonar es pasar por alto o no reparar. No reparamos en el ego sino que miramos la cordura alojada en la esencia de todos los seres humanos.

Al ego le encanta quejarse y resentirse no solamente con respecto a otras personas, sino también a las situaciones. Lo mis­mo que se le hace a una persona se le puede hacer a una situa­ción: convertirla en enemiga. La implicación siempre es: esto no debería estar sucediendo; no quiero estar aquí; no quiero tener que hacer esto; es una injusticia conmigo. Por supuesto el peor enemigo del ego es el momento presente, es decir, la vida misma.

No se deben confundir las quejas con el hecho de hacer ver a una persona una deficiencia o un error a fin de que pueda corregirlo. Y abstenerse de quejarse no significa necesariamente tolerar la mala calidad o la mala conducta. No es cuestión de ego decirle a un mesero que la sopa está fría y que debe calentarse, siempre y cuando nos atengamos a los hechos, los cuales siempre son neutros. Renegar es decir «Cómo se atreve a traerme una sopa fría». Hay allí un «yo» al cual le encanta sentirse personalmente ofendido por la sopa fría y que va a sacar el mayor pro­vecho de la situación, un «yo» que disfruta cuando encuentra la falta en el otro. Las quejas a las cuales nos referimos están al servicio del ego, no del cambio. Algunas veces es obvio que el ego realmente no desee cambiar a fin de poder continuar que­jándose.

Trate de atrapar a la voz de su mente en el momento mismo en que se queja de algo, y reconózcala por lo que es: la voz del ego, nada más que un patrón mental condicionado, un pensa­miento. Cada vez que tome nota de esa voz, también se dará cuenta de que usted no es la voz sino el ser que toma conciencia de ella. En efecto, usted es la conciencia consciente de la voz. Allá en el fondo está la conciencia, mientras que la voz, el pensador, está en primer plano. Es así como usted se libera del ego, de la mente no observada. Tan pronto como tome conciencia del ego que mora en usted, deja de ser ego para convertirse en un viejo patrón mental condicionado. El ego implica inconsciencia. La conciencia y el ego no pueden coexistir. El viejo patrón o hábito mental puede sobrevivir y reaparecer durante un tiempo porque trae el impulso de miles de años de inconsciencia colectiva, pero cada vez que se lo reconoce, se debilita.

LA REACTIVIDAD Y LOS AGRAVIOS

Mientras que el resentimiento suele ser la emoción que acompaña a las quejas y lamentos, también puede venir acompañado de una emoción más fuerte como la ira u otra forma de malestar. De esa forma trae una carga de energía mayor. Las quejas se convierten entonces en reactividad, otra manera de fortalecerse el ego. Hay muchas personas que siempre están a la espera de lo siguiente para reaccionar, sentirse enojadas o perturbadas: y nunca tienen que esperar demasiado. «Esto es una vergüenza«, exclaman. «¿Cómo se atreve…?« «Esto no me gusta«. Son tan adictas a la ira y el enojo como otras lo son a las drogas. Al reaccionar contra una cosa u otra afirman y fortalecen su sentido de ser.

Un resentimiento viejo es un agravio. Cargar con un agravio es estar en estado permanente de «oposición» y por eso es que los agravios constituyen una parte significativa del ego en muchos casos. Los agravios colectivos pueden perdurar durante siglos en la psique de una nación o tribu, y alimentar un círculo intermi­nable de violencia.

Un agravio es una emoción negativa intensa conectada con un suceso que pudo ocurrir en el pasado distante pero que se mantiene vivo gracias a un pensamiento compulsivo, repitiendo la historia en la cabeza o en voz alta: «esto fue lo que me hicieron» o «esto fue lo que alguien nos hizo». Un agravio también contamina otros aspectos de la vida. Por ejemplo, mientras pensamos y revivimos el agravio, la energía negativa puede distorsionar nuestra manera de ver un suceso que ocurre en el presente, o influir sobre la forma como hablamos o nos comportamos con alguien en el presente. Un agravio intenso es suficiente para contaminar muchos aspectos de la vida y mantenernos presos en las garras del ego.

Se necesita honestidad para determinar si todavía guardamos agravios, si hay alguien en su vida a quien no haya perdonado totalmente, o a quien considere su «enemigo». Si es así, debe tomar conciencia del agravio tanto a nivel mental como de emo­tivo; eso implica tomar conciencia de los pensamientos que lo mantienen vivo y sentir la emoción con la cual el cuerpo responde a esos pensamientos. No se esfuerce por deshacerse del agravio. El esfuerzo de perdonar y de soltar no sirve. El perdón se produce naturalmente cuando vemos que el rencor no tiene otro propósito que reforzar un falso sentido del ser y mantener al ego en su lugar. Ver es liberar. Cuando Jesús enseñó que debemos «perdo­nar a nuestros enemigos» básicamente se refería a deshacer una de las principales estructuras egotistas de la humanidad.

El pasado no tiene poder para impedirnos estar en el presente. Los agravios del pasado sí. ¿Y qué es un agravio? El peso de viejas emociones y viejos pensamientos rancios

TENER LA RAZÓN, FABRICAR EL ERROR

Cuando nos quejamos, encontramos faltas en los demás y reaccio­namos, el ego fortalece la noción de los linderos y la separación de la cual depende su existencia. Pero también se fortalece de otra manera al sentirse superior. Quizás no sea fácil reconocer que nos sentimos superiores cuando nos quejamos, por ejemplo, de una congestión de tráfico, de los políticos, de la «codicia de los ricos» o de «los desempleados perezosos», o de los colegas o del ex esposo o la ex esposa. La razón es la siguiente: cuando nos queja­mos, la noción implícita es que tenemos la razón mientras que la persona o la situación motivo de la queja o de la reacción está en el error.

No hay nada que fortalezca más al ego que tener la razón. Tener la razón es identificarse con una posición mental, un punto de vista, una opinión, un juicio o una historia. Claro está que para tener la razón es necesario que alguien más esté en el error, de tal manera que al ego le encanta fabricar errores para tener razón. En otras palabras, necesitamos que otros estén equivocados a fin de sentir fortalecido nuestro ser. Las quejas y la reactividad, para las cuales «esto no tendría por qué estar sucediendo», pueden dar lugar al error no solamente en otras personas sino también en las situaciones. Cuando tenemos la razón nos ubicamos en una posi­ción imaginada de superioridad moral con respecto a la persona o la situación a la cual juzgamos y a la cual encontramos en falta. Esa sensación de superioridad es la que el ego ansía y la que le sirve para engrandecerse.

EN DEFENSA DE UNA ILUSIÓN

No hay duda de que los hechos existen. Cuando decimos que la luz viaja más rápido que el sonido y otra persona afirma lo con­trario, es obvio que tenemos la razón y que la otra persona está en el error. La simple observación de que el rayo cae antes de oírse el trueno permitiría comprobar ese hecho. Entonces, no solamente tenemos la razón, sino que sabemos a ciencia cierta que es así. ¿Hay ego en esto? Es posible, pero no necesariamen­te. Si simplemente afirmamos lo que conocemos como cierto, el ego no participa porque no hay identificación. ¿Identificación con qué? Con la mente y con una posición mental. Sin embargo, esa identificación puede colarse fácilmente. Si nos oímos decir cosas como, «Créame, yo sé« o «¿Por qué nunca me creen?«, es porque el ego ha entrado a participar. Se oculta detrás de la sílaba «me». Una frase tan sencilla como que la luz viaja más rápido que el sonido, aunque es cierta, termina al servicio de la ilusión, del ego. Se ha contaminado con el falso sentido del «yo»; se ha personalizado y se ha convertido en una posición mental. El «yo» se siente disminuido u ofendido porque alguien no cree en lo que dijo.

El ego se toma todo a pecho y hace que se desaten las emo­ciones, se pone a la defensiva y hasta puede incurrir en agresio­nes. ¿Estamos defendiendo la verdad? No, porque la verdad no necesita defensa. Ni a la luz ni al sonido les interesa lo que no­sotros u otras personas piensen. Nos defendemos a nosotros mis­mos o, más bien, defendemos la ilusión de lo que creemos ser, el sustituto fabricado por la mente. Sería más exacto decir que la ilusión se defiende a sí misma. Si hasta el ámbito simple y escue­to de los hechos se presta a la distorsión egotista y a la ilusión, qué decir del ámbito menos tangible de las opiniones, los puntos de vista, y los juicios, los cuales son formas de pensamiento que pueden apropiarse fácilmente del sentido del «yo».

El ego siempre confunde las opiniones y los puntos de vista con los hechos. Además, no comprende la diferencia entre un suceso y su reacción frente a dicho suceso. El ego es un verdadero maestro de la percepción selectiva y la interpretación distorsionada. Es solamente a través de la conciencia, no del pensamiento, que se puede diferenciar entre los hechos y las opiniones. Es solamen­te a través de la conciencia que podemos llegar a ver: «esta es la situación y aquí está la ira que siento«, para después darnos cuen­ta de que hay otras formas de ver la situación, otras formas de abordarla y de manejarla. Es solamente a través de la conciencia que podemos ver la totalidad de la situación o de la persona en lugar de adoptar un punto de vista estrecho.

LA VERDAD: ¿RELATIVA O ABSOLUTA?

Más allá del ámbito de los hechos simples y verificables, la certeza de que «yo tengo la razón y los demás están equivocados» es peligrosa en las relaciones personales y también en las relaciones entre las naciones, las tribus, las religiones y demás.

Pero si la idea de que «yo tengo la razón y los demás están equivocados» es uno de los medios de los que se vale el ego para fortalecerse, si considerar que tenemos la razón atribuyendo a otros el error es una disfunción mental que perpetúa la separación y el conflicto entre los seres humanos, ¿quiere decir entonces que no se puede hablar de creencias, comportamientos o actos buenos y malos? ¿Y no sería ése el relativismo moral al cual algunas enseñanzas cristianas consideran el gran mal de nuestro tiempo?

Claro está que la historia del cristianismo es un ejemplo de cómo la idea de ser los únicos poseedores de la verdad, es decir, los únicos en tener la razón, puede corromper los actos y el com­portamiento hasta el punto de la locura. Durante siglos se pensó que estaba bien torturar y quemar vivas a las personas cuyas opiniones se apartaban aunque fuera ligeramente de la doctrina de la Iglesia o de las interpretaciones miopes de las Escrituras («la Verdad») porque las víctimas estaban en «el error». Era tan grande su error que debían perecer. La Verdad adquiría preeminencia sobre la vida humana. ¿Y cuál era esa Verdad? Una historia en la cual había que creer, es decir, un paquete de pensamientos.

Entre el millón de personas a quienes el dictador orate de Cambodia Pol Pot ordenó asesinar estaban todas aquellas que utilizaban anteojos. ¿Por qué? Porque para él, la interpretación marxista de la historia era la verdad absoluta y, según su versión, los usuarios de anteojos pertenecían a la clase culta, a la burguesía, a los explotadores de los campesinos. Debían ser eliminados para dejar libre el camino hacia un nuevo orden social. Su verdad también era solamente un paquete de pensamientos.

La Iglesia católica y otras iglesias en realidad están en lo cierto cuando identifican el relativismo, la idea de que no hay una verdad para guiar la conducta humana, como uno de los males de nuestro tiempo. El problema es que no se puede encontrar la verdad absoluta donde no está: en las doctrinas, las ideologías, las normas o los relatos. ¿Qué tienen todos ellos en común? Están hechos de pensamientos. En el mejor de los casos, el pensamiento apenas puede señalar la verdad, pero nunca es la verdad. Es por eso que los budistas dicen que «El dedo que señala a la luna no es la luna». Todas las religiones son igualmente falsas e igualmente verdaderas, dependiendo de cómo se las utilice. Se las puede utilizar al servicio del ego o al servicio de la Verdad. Si creemos que solamente la nuestra es la religión verdadera, la estamos usando a favor del ego. Utilizada de esa manera, la religión se convierte en una ideología, crea un sentido ilusorio de superiori­dad y siembra la división y la discordia entre la gente. Cuando están al servicio de la Verdad, las enseñanzas religiosas representan señales o mapas del camino dejadas por los seres iluminados para ayudarnos en nuestro despertar espiritual, es decir, para liberarnos de la identificación con la forma.

Solamente hay una Verdad absoluta de la cual emanan todas las demás verdades. Cuando hallamos esa Verdad, nuestros actos ocurren en armonía con ella. Los actos humanos pueden reflejar la Verdad o la ilusión. ¿Puede la Verdad ponerse en palabras? Sí, pero las palabras no son la Verdad. Sólo apuntan a ella.

La verdad es inseparable de nosotros mismos. Sí, usted es la Verdad. Si la buscamos en otra parte, sólo encontrará desilusión.

Ese Ser que somos cada uno de nosotros es la Verdad. Jesús trató de comunicarla cuando dijo, «Soy el camino, la verdad y la vida». Estas palabras de Jesús apuntan poderosa y directamente a la Verdad, cuando las interpretamos correctamente. Sin embargo, si las interpretamos equivocadamente, se convierten en un gran obstáculo. Jesús habla de ese «Yo Soy» más profundo, de la identidad esencial de cada hombre y de cada mujer, de todas las formas de vida en realidad. Se refiere a la vida que somos. Algunos místicos cristianos han hablado del Cristo interior; los budistas hablan de nuestra naturaleza de Buda; para los hindúes es atman, el Dios que mora en nosotros. Cuando estamos en contacto con esa dimensión interior (y estar en contacto es nuestro estado natural, no un logro milagroso) todos nuestros actos y relaciones reflejan la unicidad con toda la vida que intuimos en el fondo de nuestro ser. Ese es el amor. Las leyes, los mandamientos, las reglas y las normas son necesarias para quienes están separados de su esencia, de la Verdad que mora en ellos. Sirven para prevenir los peores excesos del ego y a veces ni siquiera eso logran. San Agustín dijo, «Ama y haz tu voluntad». No hay palabras que se acerquen más a la Verdad que esas.

EL EGO NO ES PERSONAL

A nivel colectivo, la idea de que «Tenemos la razón y los otros están equivocados» está arraigada profundamente en particular en aquellas zonas del mundo donde el conflicto entre las naciones, las razas, las tribus, las religiones o las ideologías viene desde tiempo atrás, es extremo y endémico. Las dos partes del conflicto están igualmente identificadas con su propio punto de vista, su propio «relato», es decir, identificadas con el pensamiento. Ambas son igualmente incapaces de ver que puede haber otro punto de vista, otra historia de igual validez. El autor israelita Y. Halevi, habla de la posibilidad de «acomodar una narrativa en competen­cia», pero en muchas partes del mundo la gente todavía no puede ni quiere hacerlo. Ambas partes se creen poseedoras de la verdad. Las dos se consideran víctimas y ven en la «otra» la encarnación del mal. Y como han conceptualizado y deshumanizado a la otra parte al considerarla enemiga, pueden matar e infligir toda clase de violencia recíproca, hasta en contra de los niños, sin sentir su humanidad y su sufrimiento. Quedan atrapadas en una espiral demente de acción y reacción, castigo y retaliación.

Es obvio entonces que el ego, en su aspecto colectivo del «nosotros» contra «ellos» es todavía más demente que el «yo», el ego individual, si bien el mecanismo es el mismo. La mayor parte de la violencia que los seres humanos nos hemos infligido a no­sotros mismos no ha sido producto de los delincuentes ni de los locos, sino de los ciudadanos normales y respetables que están al servicio del ego colectivo. Podemos llegar incluso a decir que, en este planeta, «normal» es sinónimo de demente. ¿Cuál es la raíz de esa locura? La identificación total con el pensamiento y la emoción, es decir, con el ego.

La codicia, el egoísmo, la explotación, la crueldad y la violen­cia continúan reinando en este planeta. Cuando no los reconoce­mos como manifestaciones individuales y colectivas de una disfunción de base o de una enfermedad mental, caemos en el error de personalizarlos. Construimos una identidad conceptual para un individuo o un grupo y decimos: «Así es como es. Así es como son». Cuando confundimos el ego que percibimos en otros con su identidad, es porque nuestro propio ego utiliza esta per­cepción errada para fortalecerse considerando que tiene la razón y, por ende, es superior, y reaccionando con indignación, condenación o hasta ira contra el supuesto enemigo. Todo esto es una fuente de satisfacción enorme para el ego. Refuerza la sensación de separación entre nosotros y los demás, cuya «diferencia» se amplifica hasta tal punto que ya no es posible sentir la humani­dad común ni la fuente común de la que emana la Vida que compartimos con todos los seres, nuestra divinidad común.

Los patrones egotistas de los demás contra los cuales reaccio­namos con mayor intensidad y los cuales confundimos con su identidad, tienden a ser los mismos patrones nuestros pero que somos incapaces de detectar o develar en nosotros. En ese sentido, es mucho lo que podemos aprender de nuestros enemigos. ¿Qué es lo que hay en ellos que más nos molesta y nos enoja? ¿Su egoísmo? ¿Su codicia? ¿Su necesidad de tener el poder y el con­trol? ¿Su deshonestidad, su propensión a la violencia, o cualquier otra cosa? Todo aquello que resentimos y rechazamos en otra persona está también en nosotros. Pero no es más que una forma de ego y, como tal, es completamente impersonal. No tiene nada que ver con la otra persona ni tampoco con lo que somos. Es solamente si lo confundimos con lo que somos que su observación puede amenazar nuestro sentido del Ser.

LA GUERRA ES UNA FORMA DE PENSAR

En ciertos casos quizás sea necesario protegerse o proteger a al­guien más contra el ataque de otro, pero es preciso tener cuidado de no asumir una especie de misión para «erradicar el mal», pues podría convertirse precisamente en aquello contra lo cual se desea luchar. La lucha contra la inconsciencia puede llevar a la inconsciencia misma. Jamás será posible vencer la inconsciencia, el comportamiento egotista disfuncional, mediante el ataque. Aunque lográ­ramos vencer a nuestro oponente, la inconsciencia se habrá alojado en nosotros, o el oponente reaparecerá con otro disfraz. Todo aquello contra lo cual luchamos se fortalece y aquello contra lo cual nos resistimos persiste.

Por estos días oímos con frecuencia la expresión «guerra con­tra» esto o aquello, y cada vez que lo oigo, sé que se trata de una guerra condenada al fracaso. Hay una guerra contra las drogas, una guerra contra la delincuencia, una guerra contra el terroris­mo, una guerra contra el cáncer, una guerra contra la pobreza, y así sucesivamente. Por ejemplo, a pesar de la guerra contra la delincuencia y las drogas, ha habido un aumento considerable de los delitos relacionados con las drogas y de la criminalidad en general en los últimos 25 años. La población carcelaria de los Estados Unidos ha pasado de menos de 300.000 en 1980 a la cifra aterradora de 2.1 millones en 2004. La guerra contra las enfer­medades nos ha dejado, entre otras cosas, los antibióticos. En un principio tuvieron un éxito espectacular y, al parecer, habrían lle­gado para ayudarnos a vencer en la guerra contra las enfermeda­des infecciosas. Ahora muchos expertos coinciden en que el uso generalizado e indiscriminado de los antibióticos ha creado una bomba de tiempo y que las cepas bacterianas resistentes, las «superbacterias», provocarán sin lugar a duda un resurgimiento de esas enfermedades, posiblemente epidémico. Según la Revista de la Asociación Médica Americana, el tratamiento médico es la tercera causa de muerte después de la enfermedad cardiovascular y el cáncer en los Estados Unidos. La homeopatía y la medicina china son dos ejemplos de posibles alternativas de tratamiento que no ven a las enfermedades como el enemigo y, por consi­guiente, no crean nuevas enfermedades.

La guerra es una forma de pensar, y todos los actos derivados de esa mentalidad tienden, o bien a fortalecer al enemigo, la supuesta maldad o, en caso de ganar la guerra, a crear enemigos nuevos, males nuevos, generalmente iguales o peores al que fue derrotado. Hay una conexión profunda entre el estado de la conciencia y la realidad externa. Cuando caemos en las garras de una forma de pensar como la de la «guerra», nuestras percepciones se tornan extremadamente selectivas y distorsionadas. En otras palabras, vemos solamente lo que deseamos ver y lo interpretamos equivocadamente. Es fácil imaginar la clase de actos emanados de un sistema tan demente. Claro que en lugar de imaginar, basta con ver las noticias de la noche.

Debemos reconocer al ego por lo que es: una disfunción colec­tiva, la demencia de la mente humana. Cuando logramos reconocerlo por lo que es, ya no lo vemos como la identidad de la otra persona. Una vez que reconocemos al ego por lo que es, es mucho más fácil no reaccionar contra él. Dejamos de tomar sus ataques como algo personal. Ya no nos quejamos, ni acusamos, ni buscamos la falta en los demás. Nadie está equivocado. Es sólo cuestión del ego que mora en los demás. Comenzamos a sentir compasión cuando reco­nocemos que todos sufrimos de la misma enfermedad de la mente, la cual es más grave en unas personas que en otras. Ya no avivamos el fuego del drama que caracteriza a todas las relaciones egotistas. ¿Cuál es el combustible? La reactividad. El ego se nutre de ella.

¿DESEAMOS LA PAZ O EL DRAMA?

Deseamos la paz. No hay nadie que no desee la paz. Pero hay una parte de nosotros que también desea el drama, el conflicto. Es probable que usted no lo sienta en este momento. Quizás deba esperar a que se produzca una situación o quizás sólo un pensa­miento que desencadene una reacción: alguien que lo acuse de esto o aquello, que no reconozca lo que hace, que invada su te­rritorio, que cuestione su forma de proceder, una discusión sobre dinero… ¿Siente la oleada intensa de fuerza que lo estremece, el miedo, disfrazado quizá de ira u hostilidad? ¿Puede oír el tono estridente, más fuerte o más bajo de su voz? ¿Puede tomar conciencia de cómo se acelera su mente para defender su posición, justificar, atacar y culpar? En otras palabras, ¿puede despertar en ese momento de inconsciencia? ¿Puede sentir que hay algo dentro de usted que está en pie de guerra, algo que se siente amenazado y desea sobrevivir a toda costa, que precisa del drama para afir­mar su identidad como el personaje victorioso de esa producción teatral? ¿Siente que hay algo dentro de usted que prefiere tener la razón en lugar de estar en paz?

MÁS ALLÁ DEL EGO: LA VERDADERA IDENTIDAD

Cuando el ego está en guerra, no es más que una ilusión que lucha por sobrevivir, la ilusión cree ser nosotros. Al principio no es fácil estar ahí en calidad de la Presencia que observa, especialmente cuando el ego está empeñado en sobrevivir o cuando se ha activado algún patrón emocional del pasado. Sin embargo, una vez que hemos experimentado el poder de la Presencia, éste aumentará y el ego perderá su control sobre nosotros. Es así como entra en nuestra vida un poder mucho más grande que el ego, más grande que la mente. Lo único que debemos hacer para liberarnos del ego es tomar conciencia de él, puesto que la conciencia y el ego son incompatibles. La conciencia es el poder ocul­to en el momento presente; es por eso que la llamamos también Presencia. La finalidad última de la existencia humana, es decir, nuestro propósito, es traer ese poder al mundo. Esta también es la razón por la cual no podemos convertir la liberación del ego en un objetivo alcanzable en un futuro. Solamente la Presencia pue­de liberarnos del ego y solamente podemos estar presentes Ahora, no ayer ni mañana. Solamente la Presencia puede deshacer el pasado que llevamos sobre los hombros y transformar nuestro estado de conciencia.

¿Qué es la realización espiritual? ¿La creencia de que somos espíritu? No, ése es un pensamiento. Aunque se acerca un poco más a la verdad que el pensamiento según el cual creemos que somos esa persona que aparece en el registro de nacimiento, sigue siendo un pensamiento. La realización espiritual consiste en ver claramente que no somos lo que percibimos, experimentamos, pensamos o sentimos; que no podemos encontrarnos en todas esas cosas que vienen y se van continuamente. Buda fue quizás el primer ser humano en ver esto claramente, de tal manera que anata (la ausencia del yo) se convirtió en uno de los puntos cen­trales de su enseñanza. Y cuando Jesús dijo, «niégate a ti mismo», lo que quiso decir fue «niega (y, por tanto, deshace) la ilusión del yo». Si el yo, el ego, fuera verdaderamente lo que soy, sería absurdo «negarlo».

Lo que queda es la luz de la conciencia en la cual van y vienen las percepciones, las experiencias, los pensamientos y los senti­mientos. Ese es el Ser, el verdadero Yo interior. Cuando me reconozco como tal, lo que sucede con mi vida deja de ser absoluto y pasa a ser relativo. Aunque le rindo tributo, pierde su seriedad absoluta, su peso. Lo único que finalmente importa es esto: ¿Pue­do sentir mi Ser esencial, el Yo Soy, como telón de fondo en todo momento de mi vida? Para ser más exactos, ¿puedo sentir el Yo Soy que Soy en este momento? ¿Puedo sentir mi identidad esen­cial como conciencia? ¿O me dejo arrastrar por los sucesos, per­diéndome en el laberinto de la mente y el mundo?

TODAS LAS ESTRUCTURAS SON INESTABLES

El impulso inconsciente del ego, independientemente de la forma que adquiera, busca fortalecer la imagen de quien yo pienso que soy, el ser fantasma que comenzó a existir cuando el pensamiento (una gran bendición pero también una gran maldición) comenzó a dominar y ensombreció la alegría sencilla pero profunda de estar conectados con el Ser, la Fuente, Dios. La fuerza que motiva el comportamiento del ego, cualquiera que éste sea, siempre es la misma: la necesidad de sobresalir, de ser especial, de tener el control; la necesidad de tener poder, de recibir atención, de poseer más. Y, por supuesto, la necesidad de sentir la separación, es decir, la necesidad de la oposición, de tener enemigos.

El ego siempre desea algo de los demás o de las situaciones. Siempre tiene sus pretensiones ocultas, el sentido de no tener su­ficiente, de una carencia que necesita satisfacerse. Utiliza a las per­sonas y a las situaciones para obtener lo que desea y ni siquiera cuando lo logra siente satisfacción duradera. Muchas veces ve frus­trados sus propósitos y, casi siempre la brecha entre lo que desea y lo que hay se convierte en una fuente constante de desasosiego y angustia. La canción famosa que se convirtió en un clásico de la música popular titulada I Can’t Get No Satisfaction (No consigo satisfacción alguna), es la canción del ego. La emoción subyacente que gobierna toda la actividad del ego es el miedo. El miedo de ser nadie, el miedo de no existir, el miedo de la muerte. Todas sus actividades están encaminadas a eliminar este miedo, pero lo máximo que el ego puede lograr es ocultarlo temporalmente detrás de una relación íntima, un nuevo bien material, o un premio. La ilu­sión nunca nos podrá satisfacer. Lo único que nos podrá liberar es la verdad de los que somos, si logramos alcanzarla.

¿Por qué el miedo? Porque el ego surge a través de la iden­tificación con la forma y en el fondo sabe que ninguna forma es permanente, que todas las formas son efímeras. Por consiguiente, siempre hay una sensación de inseguridad alrededor del ego, aunque en la superficie éste parezca seguro de sí mismo.

Mientras caminaba con un amigo por una reserva natural muy hermosa cerca de Malibú en California, tropezamos con las ruinas de la que fuera una casa de campo, destruida por el fuego hace muchos años. Al aproximarnos a la casa, sepultada debajo de los árboles y una vegetación imponente, vimos un aviso al lado del camino, puesto por las autoridades del parque. Decía: «Peli­gro. Todas las estructuras son inestables». Le dije a mi amigo, «Ese es un sutra (escritura sagrada) profundo«. Permanecimos allí, extasiados. Una vez que aceptamos y reconocemos que todas las estructuras (las formas) son inestables, hasta las que parecen más sólidas, emerge la paz en nuestro interior. Esto se debe a que al reconocer la transitoriedad de todas las formas despierta en nosotros la dimensión de lo informe que llevamos dentro y que está más allá de la muerte. Eso que jesús denominó «vida eterna».

EL EGO NECESITA SENTIRSE SUPERIOR

Hay muchas formas sutiles del ego que pueden pasarse por alto fácilmente, pero que podemos observar en otras personas y, más importante todavía, en nosotros mismos. Es preciso recordar aquí que tan pronto como tomamos conciencia de nuestro ego, esa conciencia es lo que somos más allá del ego, el «Yo» profundo. El reconocimiento de lo falso comienza a aflorar lo real.

Por ejemplo, cuando estamos a punto de darle a una persona una noticia y decimos, «adivina, ¿todavía no sabes? Déjame con­tarte», estamos lo suficientemente alertas y presentes para detec­tar una sensación momentánea de satisfacción antes de impartir la noticia, aunque sea mala. Eso se debe a que, por un instante hay a los ojos del ego un desequilibrio a favor nuestro y en contra de la otra persona. Por un instante, sabemos más que el otro. Esa satisfacción la siente el ego y se deriva de una sensación más fuerte del yo con respecto a la otra persona. Aunque esa otra persona sea el presidente o el Papa, nos sentimos superiores en ese momento porque sabemos más. Muchas personas son adictas a las murmuraciones en parte por esa razón. Además, las murmu­raciones conllevan un elemento malicioso de crítica y de juzgar de los otros, de tal manera que refuerza al ego a través de la supe­rioridad moral implícita pero imaginada que sentimos siempre que juzgamos negativamente a otra persona.

Si una persona tiene más, sabe más, o puede hacer más que yo, el ego se siente amenazado porque la sensación de ser «menos« menoscaba lo que imagina ser con respecto a esa otra per­sona. Entonces podría optar por restablecerse disminuyendo, cri­ticando o menospreciando el valor de los bienes, el conocimiento o las habilidades de la otra persona. O podría cambiar de estrate­gia y, en lugar de competir con la otra persona, se engrandecerá asociándose con esa persona, si es que ella es importante a los ojos de los demás.

EL EGO Y LA FAMA

El bien conocido fenómeno de «dejar caer nombres», mencionar a personas conocidas como quien no quiere la cosa, es parte de la estrategia del ego para crear una identidad superior a los ojos de los demás y, por tanto, a sus propios ojos, por medio de la aso­ciación con alguien «importante». La tristeza de ser famosos en este mundo es que nuestro verdadero ser queda sepultado por una imagen mental colectiva. Casi todas las personas a quienes cono­cemos querrán engrandecer su propia identidad, su imagen mental de lo que son, a través de su asociación con nosotros. Tampoco ellas saben que no sienten interés alguno por nosotros sino por engrandecer su sentido ficticio del ser. Creen que pueden ser más a través de nosotros. Tratan de completarse a través de nosotros, o mejor, a través de la imagen mental que tienen de un personaje famoso, una identidad conceptual colectiva grandiosa.

La absurda importancia que se le atribuye a la fama es una de las muchas manifestaciones de la locura egotista de nuestro mun­do. Algunas personas famosas caen en el mismo error y se iden­tifican con la ficción colectiva, la imagen que los medios y la gente han creado de ella, y comienzan a considerarse superiores a los mortales comunes y corrientes. La consecuencia es que cada vez se distancian más de ellas mismas y de los demás, son cada vez más infelices y dependen cada vez más de la permanencia de su popularidad. Al estar rodeadas solamente por quienes alimen­tan la imagen distorsionada que tienen de sí mismas, pierden toda capacidad para establecer relaciones genuinas.

Albert Einstein, admirado casi como un superhombre y cuyo destino fue convertirse en uno de los seres más famosos del pla­neta, jamás se identificó con la imagen que la mente colectiva había creado de él. Continúo siendo humilde y sin ego. En reali­dad, hablaba de «una contradicción grotesca entre lo que la gente piensa que son mis logros y habilidades, y la realidad de lo que soy y de mi verdadera capacidad».

Es por eso que a los famosos les es difícil entablar relaciones genuinas con las demás personas. Una relación genuina es aquella en la cual no domina el ego con su búsqueda del yo y su creación de imágenes. En una relación genuina hay una corriente de aten­ción sincera y alerta hacia la otra persona, en la cual no hay sensación alguna de deseo. Esta atención alerta es la Presencia. Es el requisito para toda relación auténtica. El ego siempre desea algo, o si cree que el otro no tiene nada que ofrecerle, permanece en un estado de total indiferencia: no se interesa por el otro. Así, los tres estados predominantes de las relaciones egotistas son: carencia, deseos frustrados (ira, resentimiento, acusación, quejas), e indiferencia.

 

Tomado del el libro Una Nueva Tierra.

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