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Artículo La Ira

Dos nuevos pasajeros, ubicados en los asientos de enfrente, conversaban en voz alta, era imposible dejar de oírlos. Empezaron bastante tranquilos; pero pronto la ira reveló en sus voces los disgustos y resentimientos de familia. En su violencia parecían haber olvidado al resto del pasaje; cada uno se hallaba tan ocupado con el otro que era como si existieran sólo ellos, y nadie más.

La ira tiene esa peculiar condición de aislar; como la pesadumbre, ella se interpone, y al menos por un tiempo interrumpe las relaciones. La ira tiene la temporaria fuerza y vitalidad de lo aislado. Hay en la ira una extraña desesperación; pues el aislamiento es desesperación. La ira de la frustración, de los celos, del impulso de ofender, proporciona un violento desahogo cuya satisfacción reside en la autojustificación.

Condenamos a otros, y esa condenación es en verdad una justificación de nosotros mismos. Sin alguna clase de actitud, ya sea de altivez o de humillación, ¿qué somos nosotros? Empleamos cualquier medio para imponernos; y la ira, como el odio, es el medio más fácil.

Un simple enojo, un repentino relámpago que prontamente se olvida, es una cosa; pero la ira que se prepara deliberadamente, que ha sido madurada y que procura herir y destruir, es algo completamente diferente. Un simple enojo puede tener una causa fisiológica que puede determinarse y remediarse; pero la ira que es el resultado de una causa psicológica es mucho más sutil y difícil de tratar.

La mayoría de nosotros no se cuida de la ira, y más bien la justifica. ¿Por qué no habríamos de encolerizarnos cuando hay un mal trato para nosotros o para algún otro? Por lo tanto nos irritamos justamente. Jamás decimos simplemente que estamos enojados, y nada más; entramos en complicadas explicaciones de las causas. Nunca decimos sencillamente que estamos celosos o amargados, sino que lo justificamos o lo explicamos. Preguntamos cómo puede haber amor sin celos, o decimos que las actitudes de otros nos han hecho amargados, y así por el estilo.

Es la explicación, la verbalización, tanto silenciosa como hablada, que sostiene la ira, la que le da finalidad y profundidad. La explicación, silenciosa o hablada, actúa como un escudo contra el descubrimiento de nosotros tal como somos. Queremos ser elogiados o adulados, esperamos algo; y cuando estas cosas no se cumplen, estamos disgustados, nos volvemos amargados o celosos. Entonces, violenta o suavemente, censuramos a algún otro; decimos que el otro es responsable de nuestra amargura.

Vosotros sois de gran importancia para mí debido a que yo dependo de vosotros para mi felicidad, para mi posición o mi prestigio. Por medio de vosotros, yo me realizo, y por eso sois importantes para mí; debo conservaros, debo poseeros. Mediante vosotros, huyo de mí mismo; y estando temerosos de mi propio estado, cuando tengo que volver a mí mismo, me pongo colérico. La ira toma muchas formas: frustración, resentimiento, amargura, celos, etc.

La acumulación de la ira, que es el resentimiento, requiere el antídoto del perdón; pero la acumulación de la ira es mucho más significativa que el perdón. El perdón es innecesario cuando no hay acumulación de ira. El perdón es esencial si hay resentimiento; pero estar libre de la adulación y del sentido de la ofensa, sin la dureza de la indiferencia, conduce a la misericordia, a la caridad.

La ira no puede ser eliminada por la acción de la voluntad, porque la voluntad es parte de la violencia. La voluntad es la resultante del deseo, del ansia de ser; y el deseo por su misma naturaleza es agresivo, dominante. Suprimir la ira mediante el ejercicio de la voluntad es transferirla a un nivel diferente, dándole un nombre diferente; pero ella sigue todavía formando parte de la violencia. Para estar libre de la violencia -lo que no es el culto de la no-violencia- debe haber comprensión del deseo.

No existe ningún sustituto espiritual para el deseo; él no puede ser suprimido ni sublimado. Debe haber una silenciosa y alerta percepción del deseo sin previa opción; y esta pasiva y alerta percepción es la vivencia directa del deseo, sin el experimentador que le da un nombre.

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