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Cuento con Mensaje El misterio de Dios

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Menapace pone en palabras “muy de la religión” una realidad que, aunque Dios nunca nos abandona ni nos llama pecadores, es atravesando ciertos sentimientos / experiencias que tenemos que tocar fondo para re encontrarnos con nosotr@s mism@s y, así, re conectar con lo Superior y re conocer que somos parte del Corazón de Dios.

PECADO (según http://estudiandolapalabradedios.blogspot.com/2009/01/la-definicin-de-pecado.html): Para poder comprender plenamente esto, se hace necesario que veamos la raíz etimológica de la palabra pecado, la cual viene del griego amartia lit., errar el blanco, pero este significado etimológico se pierde de vista en gran medida en el NT. Es el término más inclusivo de distorsión moral. Se usa del pecado como principio o fuente de la acción, o un elemento interno productor de acciones. Así que el pecado en hebreo significa errar, pero en el griego se amplió el concepto al sentido de la fuente de acciones.

Conocer el origen de las palabras nos permite re conciliarnos con ellas y, desde ese saber, entender que nadie nos culpa ni nos castiga. Tenemos que deshumanizar a Dios… y así otorgarle un significado más expansivo, completo… Tenemos que re conocernos Dios en Acción, única forma de llegar a la Unidad con Él / Madre / Padre / Todo Lo Que Es, y entre tod@s!

PAZ

El misterio de Dios

Dios lo abandonó para probarlo y descubrir todo lo que tenía en su corazón (2 Cron 32, 31).

Frente al misterio del pecado, muchas veces sube en nosotros esa pregunta: ¿por qué Dios lo abandonó?

Y si la experiencia de pecado se ha dado en nosotros, entonces se hace mucho más quemante la pregunta: Señor, ¿por qué me abandonaste? ¿Por qué dejas que mi corazón se extravíe lejos de vos? Como dice Isaías hablando de su pueblo en el capítulo 63, 17.

Pienso que nuestro corazón es mucho más ancho de lo que nosotros pensamos. Nosotros hemos alambrado un retazo de nuestro corazón y pretendemos allí vivir nuestra fidelidad a Dios. Nos hemos decidido a cultivar sólo un trozo de nuestra tierra fértil. Y hemos dejado sin recorrer lo cañadones de nuestra entera realidad humana, el campo bruto que sólo es pastizal de guarida para nuestros bichos silvestres. Hemos trabajado con cariño y con imaginación ese trozo alambrado. Tal vez hemos logrado un jardín con flores y todo; y para ellos hemos rodeado con un tejido que lo hacía inaccesible a toda nuestra fauna silvestre. Y nos ha dolido la sorpresa de ver una mañana que alguno de los bichos (nuestros, pero no reconocidos) ha invadido nuestro jardín y ha hecho destrozos. Y la dolorosa experiencia de la presencia de ese bicho nuestro, introducido en nuestra geografía cultivada, llegó incluso a desanimarnos y a quitarnos las ganas de continuar. Es la experiencia del corazón sorprendido y dolorido.

Y no pensamos que a lo mejor a Dios también le dolía el corazón, viendo que tanta tierra que él nos había regalado para vivir en ella un encuentro con él, había quedado sin cultivar. Que nosotros le habíamos cerrado el acceso a gran parte de nuestra tierra fértil.

A veces, por ahí, uno de esos salmos (gritador y polvoriento) sacude alguno de los pajones de nuestro inconsciente, y se despiertan allí sentimientos que buscan llegar a oración. Pero nosotros enseguida los espantamos. No queremos que en nuestro diálogo con Dios se mezcle el canto agreste de nuestra fauna lagunera. Quisiéramos mantener a Dios en la ignorancia de todo aquello que está en nosotros pero que nosotros no aceptamos.

Y es entonces cuando Dios nos obliga a reconocer nuestro corazón. Dios nos abandona para probarnos y descubrirnos todo lo que hay en nuestro corazón. Para que urgido por la dura experiencia de nuestro pecado hagamos llegar hasta sus oídos ese grito pleno de nuestro corazón. Y en esa dolorosa experiencia empieza a morir nuestra dificultad psicológica de rezar ciertos salmos. Nosotros no los aceptábamos porque nos sentíamos plenamente inmunes, puros, totalmente cristianos. Nos parecía que esos salmos eran “precristianos”. Gritos de una geografía dejada atrás. Pero nuestro pecado nos llama a la dolorosa realidad de tener que comprobar que la mayor parte de nuestro corazón debe aún ser evangelizado. Que hasta ahí aún no ha llegado la buena noticia de que Cristo se hizo hombre, que murió asumiendo nuestro pecado y que con ellos descendió a los infiernos, para vencer en su propia guarida la raíz venenosa del pecado y de su compañera la muerte.

Dios podría impedir la quemazón de nuestros pajonales. Y sin embargo prefiere sembrar más allá de las cenizas, en la tierra fértil que hay debajo. Dios no impide nuestra muerte; en el surco de nuestra muerte siembra la resurrección para el más allá.

Porque Dios se ha comprometido con todo nuestro corazón. Porque nuestro corazón se salva en plenitud, o no se salva nada. Pero Dios es poderoso. Y lo salvará.

 

Publicado en el libro La sal de la tierra, Editorial Patria Grande.

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