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Cuento con Mensaje Torneo de Canto

Me quedé pegado a algunas de las palabras de la sesión anterior.

Salí del consultorio y me resonaban: mezquino, ruin, egoísta, rumbo equivocado… tenía un lío en mi cabeza, indescifrable.

Llegué a sesión con la “clara intención”, como decía Jorge, de seguir sobre el tema.

— Jorge —dije— tú siempre defiendes el egoísmo como la clara expresión de la autoestima, del amor propio bien entendido… pero la vez pasada hablaste de mezquino, y yo que me contagié de ti esa estúpida costumbre de buscar en el diccionario las palabras que me resuenan, busqué por supuesto, mezquino.

— ¿Y?

— Decía: “Avaro, miserable, desgraciado, pobre”. Y ¿qué quieres que te diga? A mí, de repente, me suena todo igual.

— Veamos —dijo el gordo que había agarrado el Diccionario de la Real Academia—. Aquí agrega: “Necesitado, escaso, diminuto” y dice que la palabra es de origen árabe (de miskin = pobre).

— Quizás ahora lo podamos definir mejor —siguió— “Mezquino” debe ser el que carece, o cree que carece, de lo más necesario. Es el que necesita lo que no tiene para dejar de ser diminuto, es el que se niega a dar porque todo lo quiere para él, es el pobre desgraciado infeliz que no puede ver otros deseos que los suyos.

Jorge hizo un largo silencio buscando en su memoria… y yo me acomodé para escuchar lo que seguía.

Una vez llegó a la selva un búho que había estado en cautiverio, le contaba a todos acerca de las costumbres de los humanos.

Contaba, por ejemplo, que en las ciudades los hombres calificaban a los artistas en competencia, a fin de decidir quiénes eran los mejores en cada disciplina, pintura, dibujo, escultura, canto… La idea de trasplantar costumbres humanas prendió con fuerza entre los animales y quizás por ello se organizó de inmediato un concurso de canto, en el cual se anotaron rápidamente casi todos los presentes, desde el jilguero al rinoceronte.

Guiados por el búho, que había aprendido en la ciudad, se decretó que el concurso se definiría por el voto secreto y universal de todos los concursantes, que serían de esta manera su propio “jurado”.

Así fue. Todos los animales incluido el hombre pasaron al estrado y cantaron recibiendo el más o menos intenso aplauso de la audiencia. Luego anotaron su voto en un papelito y lo colocaron doblado en una gran urna que sostenía el búho.

Cuando llegó el momento del recuento, el búho se subió al improvisado escenario y flanqueado por dos ancianos monos, abrió la urna para leer y comenzar el recuento de los votos del “transparente acto eleccionario”, “gala del voto universal y secreto” y “ejemplo de vocación democrática” (como había escuchado decir a los políticos en las ciudades).

Uno de los ancianos sacó el primer voto y el búho, ante la emoción general, gritó:

¡El primer voto, hermanos, es para nuestro amigo el burro!

Se produjo un silencio, seguido de algunos tímidos aplausos.

¡Segundo voto: burro!

¿? — ¡Tercero… burro!

Los concurrentes comenzaron a mirarse, sorprendidos al principio, acusadoramente después y por último, cuando proseguían apareciendo votos para el burro, cada vez más culposos y avergonzados de sus propios votos.

Todos sabían que no había peor canto que el desastroso rebuzno del equino. Sin embargo, uno tras otro, los votos lo elegían como el mejor de los cantores.

Y así sucedió que, terminado el escrutinio, quedó decidido por “libre elección” del “imparcial” jurado, que el desigual y estridente grito del burro era el ganador:

LA MEJOR VOZ DE LA SELVA Y ALREDEDORES.

El búho explicó después lo sucedido: cada concursante considerándose a sí mismo el indudable vencedor, había dado su voto al menos calificado de los concursantes.

Aquel que no podía representar amenaza alguna a su propia proclamación.

La votación fue casi unánime. Sólo dos votos no fueron para el burro: el del propio burro que nada tenía para perder y votó sinceramente por la calandria y el del hombre que (cuándo no), votó por sí mismo.

— Y bien, Demián, estas son las cosas que hace la mezquindad en nuestra sociedad. Cuando nos sentimos tan necesitados que no hay espacio para otros, cuando nos creemos tan merecedores que no podemos ver más lejos de nuestro ombligo, cuando nos imaginamos tan maravillosos que no concebimos otra posibilidad que no sea poseer lo deseado, entonces muchas veces la vanidad, la miseria, la chatura, la estupidez, nos vuelve mezquinos. No egoístas, Demián, mezquinos… MEZ—QUI—NOS.

 

Tomado del libro Recuentos Para Demián.

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