
Una de las definiciones de la iluminación, según el zen, es la armonización del cuerpo y la mente. Esto también implica la armonización del espíritu y la materia. Cuando el espíritu y la materia están en armonía es como si naciese una tercera entidad; en realidad se trata del «Camino Medio» del budismo. El Camino Medio no tiene nada que ver con la idea de estar a medio camino entre dos opuestos. En el Camino Medio, la materia y el espíritu están en armonía, y se entiende la unicidad innata. El espíritu y la materia no son dos cosas distintas, sino dos aspectos del Uno. La realización de nuestra verdadera naturaleza consiste precisamente en esto.
Los seres humanos nos identificamos con la materia en cualquiera de sus manifestaciones, sutiles o groseras. La materia es cualquier cosa que podamos tocar, ver, sentir, percibir o pensar. Una sensación es materia y una emoción también lo es, al igual que un cuerpo, un coche o una superficie.
La esencia de la materia es el espíritu. La materia se anima a través del espíritu, la fuerza de la vida, y no podemos separarlos. Aunque hablemos de ellos como si fuesen dos cosas diferentes, si eliminásemos la fuerza de la vida no quedaría materia alguna. La materia no estaría muerta. Simplemente no habría materia.
La realización consiste, entre otras cosas, en desplazar nuestra identificación con la materia (que se manifiesta como personalidad o «yo») hacia la identificación con el espíritu. La verdadera iluminación se produce cuando la materia y el espíritu están en armonía. Nos podemos referir a esta armonía con los términos de no diferenciación o unicidad.
Cuando comprendemos que somos espíritu podemos tener una armonía mucho más profunda que antes, aunque quizá sigamos sintiendo cierta disonancia. Debemos comprender el valor de exponernos a la enseñanza, que es lo mismo que exponernos a lo que es, en cada momento y en todos los momentos, pues esto puede ser muy útil. Tenemos que exponernos igual que lo haríamos al sol si quisiéramos ponernos morenos. En vez de ponernos la ropa, nos la quitaríamos. Si queremos ser libres, no nos vestimos de conceptos, ideas y opiniones; nos los quitamos. Entonces, sin hacer prácticamente nada, sucede algo. Si queremos profundizar esta armonía no podemos aferramos a los conceptos, del mismo modo que tampoco podemos ponernos morenos por todas partes si seguimos medio vestidos. Así no nos transformaremos. Pero cuando estamos completamente desnudos y plenamente expuestos, podemos transformarnos e iluminarnos de un modo muy natural.
Hace muchos años, uno de mis dos maestros (Kwong Roshi) se enteró de que me iba a ir con la mochila a la montaña durante unos meses, así que me enseñó a descubrir el lugar adecuado para pasar la noche. No me dio ninguna instrucción. Simplemente habló de ello durante un rato y, de repente, me di cuenta de que yo sería capaz de sentir directamente el entorno que fuese apropiado para mí. De la misma forma en que sentimos nuestro entorno, también podemos sentir si el espíritu y la materia están armonizados en ese entorno. Si lo están, será el adecuado para quedarse en él, pues nos armoniza de un modo bastante natural.
Cuanto mayor sea la armonización, la Verdad (o el esplendor) estará más intensificada en nuestro interior. Evidentemente, el esplendor está por doquier. No podemos escapar de él. Pero durante un tiempo conviene tener alguna ayuda, pues podemos dejar de sentir que el esplendor está por todas partes todo el tiempo. Según vayamos profundizando, iremos experimentando el esplendor por todas partes, aunque no aparezca de forma concentrada, poderosa ni potente. Si estamos dispuestos a exponernos a las experiencias y a los lugares que lo potencian, lo conseguiremos.
En todos los retiros que organizo puedo sentir el momento en el que el retiro, como conjunto, comienza a armonizarse en materia y espíritu (unas personas antes, otras después). Cuando esto sucede, algunas personas se sienten felices y otras se asustan, pues el retiro se hace más poderoso. Dicen que para despertar hay que pasar tiempo con seres despiertos, para armonizarse. Podría tratarse de seres humanos despiertos, de árboles despiertos, de montañas despiertas, de ríos despiertos, o de cualquier entorno. Los seres humanos pueden estar más o menos despiertos; lo mismo ocurre con los árboles, con una montaña, con un cañón, con la cima de un monte o con una esquina de nuestro barrio. Cuando nos exponemos a esa conciencia, a ese entorno donde la materia y el espíritu están en armonía, eso nos ayuda a despertar. Al fin y al cabo, el satsang hace lo mismo. Y la meditación. Nos exponemos a nosotros mismos y entonces, de un modo bastante natural, el espíritu y la materia se armonizan. De repente todo encaja, sin hacer nada. Cuanto menos hagas, mejor.
Cuando nos relajamos y permitimos que surja esta armonización natural, nos despertamos profundamente a la belleza de nuestro entorno, tal y como es, y a la belleza de nuestro yo. Es el Camino Medio, aunque realmente no está en el medio; lo engloba todo. Esta influencia sutil puede llegar a ser muy fuerte. Es resbaladiza, como la niebla que se mete por las grietas y hendiduras de nuestra vida. No es proclive a anunciarse con fanfarrias.
Me acuerdo del día en que estaba de retiro con Kwong Roshi y de pronto me di cuenta: «¡Sé lo que está pasando!». No en la mente, sino en mi interior. Esa influencia, esta belleza, empezó a despertarse en mi interior y comprendí algo de lo que no se podía hablar, aunque estaba disponible en todo momento. Cuando me sentaba a escuchar a Kwong en los retiros, unas veces estaba muy interesado y escuchaba con mucha atención, y otras veces no me sentía tan interesado, así que no escuchaba con tanta atención. Como él decía: «Lo que se dice, a veces es bueno; otras, no tanto. Así es como funcionan las charlas». Fue en uno de esos días en los que no estaba escuchando las palabras con tanta atención. No estaba fantaseando, simplemente no estaba escuchando con toda mi atención. De pronto sentí una sutil corriente de presencia, como si fuese humo. Entonces entendí: «Eso es lo que está haciendo. No tiene nada que ver con este parloteo, palabras y más palabras». Me di cuenta de que eso no era lo que estaba sucediendo, o al menos tan sólo era una pequeña parte de lo que estaba sucediendo. Recuerdo que seguí ahí sentado con una sonrisa, pensando en lo escurridizo que era el maestro porque, por alguna razón, sin ninguna elección por su parte ni por la de ninguno de los presentes, lo que ocurrió fue una magnificación de algo muy sutil, pero muy penetrante.
Es escurridizo, pues creemos que no está sucediendo nada. Así que no tratamos de conseguir nada. Por consiguiente, yo me lo había perdido hasta ese preciso día, con ese preciso discurso, a partir del cual experimenté la fuente sutil que brillaba y brillaba. La vi y la sentí, y después también brilló en mi interior. Yo tenía lo mismo dentro. Empecé a ver, ¡esto es lo que soy! Esto le da vida a todo. Sentí una armonización hermosa y perfecta entre el cuerpo y la mente, la materia y el espíritu. Sucedió por simple exposición. Yo no lo llamaría un auténtico despertar, pero lo pude saborear percibiendo la Presencia Sagrada.
El carisma puede ser muy hermoso. Pero si un maestro es demasiado carismático, los estudiantes tienden a quedarse enganchados a él. Tienden a limitarse a ver el cuerpo, para luego decir: «¡Qué persona tan maravillosa!». Tal vez sea una persona maravillosa, pero eso no es lo que importa. Considero que el hecho de que ninguno de mis maestros poseyera una personalidad carismática constituyó un regalo para mí. En cuanto nos metemos a adorar el carisma o cualquier otra cosa, empezamos a pasar por alto, inconscientemente, la presencia que en verdad es, la presencia que puede operar a través de grandes personalidades y, también, a través de personalidades mansas y suaves. Puede operar a través de un gran carisma o de ningún carisma en absoluto. No podemos elegirlo. Puede moverse por una abuela de la misma forma que por el gurú de la Madre Divina.
Cuando nos damos cuenta de lo que somos a través de esta armonización, ¿entonces qué hacemos? Seguimos horneándonos. Si dejamos de hornearnos y decimos «¡lo tengo!», la armonización del espíritu y la materia deja de funcionar de repente. Lo sentirás enseguida. Como decía Suzuki Roshi, «cuando sufres te vuelves un poco ansioso». Para que la armonización se mantenga sola tendrás que entregarte permanentemente.
Los taoístas de antes dirían que esto es una «rectificación del chi». En los viejos tiempos, y probablemente también suceda en la actualidad en algunos lugares, cuando la población tenía algún problema recurría al sacerdote taoísta. Si la comunidad no se llevaba bien, o si había alguna tormenta, invitaban al sacerdote. Éste salía de su ermita, acudía a la ciudad y decía algo así como «dadme un lugar tranquilo y una cabaña, y dejadme solo». Se sentaba dentro y se exponía al chi del entorno, a la energía. Eso implica una gran compasión, pues, cuando te expones al entorno, si este no funciona puedes sentir ese desorden en el propio ser. Pero si tienes suficiente estabilidad, si tienes suficiente visión, no te preocupará en absoluto. No te creará ningún problema. Ni siquiera te hará sufrir, simplemente sucederá: turbulencias. Sólo podrás hacerlo sin ningún temor cuando te hayas realizado del todo. Si no, al exponerte podrías perderte por completo.
El sacerdote taoísta se sentaba en su cabaña y se limitaba a exponerse al chi o energía del entorno: la sentía, la experimentaba y se abría a la luz de su conciencia. Podía durar un día, una semana, a veces un mes, pero se limitaba a exponer el chi a la luz de su conciencia, y la energía se rectificaba sola. Las gentes del lugar empezaban a sentirse mejor y se llevaban bien por un tiempo.
Esto explica que las escrituras nos recomienden pasar tiempo con seres despiertos. Puede ser un ser humano despierto, un árbol despierto o la esquina de una calle. Exponte a ellos. No los adores ni los coloques sobre un pedestal. Exponte, y la rectificación se producirá; esta armonización se produce gracias a su estado de conciencia. Pero no te vuelvas dependiente. Despiértate a ti mismo.
La luz de la conciencia no necesita cambiar ninguna mente, y tampoco necesita alterar nada. Aunque aparentemente no haya que cambiar nada, algo cambia. Aunque el sacerdote se limitase a quedarse sentado, todo se rectificaría. Todo el mundo se sentiría mucho mejor. Evidentemente, si la gente no ha sido capaz de ver el sol en su interior, este cambio no durará mucho, pues cuando la conciencia despierta abandona el entorno todo el mundo se vuelve loco otra vez. Pero el sacerdote no reacciona. El sol no discute dónde tiene que brillar, y tampoco discute los motivos que le hacen brillar. La gente sólo se despierta y se transforma cuando lo desea de veras. Hasta ese momento todos los cambios son temporales. Nadie puede forzar un despertar permanente en ti.
Cuando empieces a ver la luz que en verdad eres, la luz que se ilumina en ti, el esplendor, verás que no pretende cambiarte. No pretende armonizar. No sigue ningún plan. Simplemente sucede. La Verdad es lo único que no sigue ningún plan. Todo lo demás sigue algún plan. Todo. Por eso la Verdad es tan poderosa. Olvida tus planes, continúa exponiéndote y la armonización se producirá de forma natural.
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