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Artículo Cómo Descubrir Nuestra Verdadera Esencia

PARTE SIETE

Gnothi Seauton – Conócete a ti mismo. Estas eran las palabras que aparecían inscritas en la entrada del templo de Apolo en Delfos, sede del oráculo sagrado. Los habitantes de la Antigua Grecia visitaban al oráculo con la esperanza de descubrir lo que les deparaba el destino o lo que debían hacer en una determinada situación. Es probable que la mayoría de los visitantes leyeran esas palabras al ingresar al templo sin darse cuenta que apuntaban a una verdad más profunda que cualquiera otra que el oráculo les pudiera indicar. Quizás también hubiera pasado desapercibido para ellos el hecho de que, independientemente de la magnitud de la revelación o de la exactitud de la información recibida, en últimas, de nada les serviría ni los salvaría de la infelicidad y del sufrimiento provocado por ellos mismos si no encontraban la verdad oculta en ese imperativo de «Conócete a ti mismo». Lo que esas palabras implican es lo siguiente: antes de hacer ninguna otra pregunta, primero debemos hacer la pregunta más fundamental en la vida: ¿Quién soy?

Las personas que viven en la inconsciencia (y muchas permanecen en esa inconsciencia, atrapadas en el ego durante toda la vida), se apresuran a responder esa pregunta: hablan de su nombre, ocupación, historia personal, la forma o el estado de su cuerpo, y de cualquier otra cosa con la cual se identifican. Otras parecerían más evolucionadas al decir que son espíritu o almas inmortales. ¿Pero realmente se conocen a sí mismas, o apenas han adoptado algunos conceptos de visos espirituales como parte del contenido de su mente? Conocernos a nosotros mismos no es limitarnos a adoptar una serie de ideas o creencias. En el mejor de los casos, las ideas y las creencias espirituales son pautas importantes, pero rara vez encierran el poder para desalojar los conceptos medulares arraigados de lo que creemos ser, los cuales son parte del condicionamiento de la mente humana. El conocimiento profundo de nuestro ser no tiene nada que ver con las ideas que flotan en nuestra mente. Conocernos a nosotros mismos implica estar anclados en el Ser, en lugar de estar perdidos en la mente.

LO QUE CREEMOS SER

Nuestro sentido de lo que somos determina cuáles han de ser nuestras necesidades y las cosas a las cuales les atribuiremos importancia en la vida; y todo aquello que nos parezca importante tendrá el poder de perturbarnos e irritarnos. Esto se puede utilizar como criterio para descubrir hasta qué punto nos conocemos a nosotros mismos. Lo que nos importa no es necesariamente lo que expresamos ni aquello en lo cual creemos, sino aquello que se manifiesta como serio e importante a través de nuestros actos y de nuestras reacciones. Entonces conviene preguntarnos: «¿Cuáles son las cosas que me irritan y me alteran?» Si las nimiedades tienen el poder para molestarnos, entonces eso es exactamente lo que creemos ser: un ser insignificante. Esa será nuestra noción inconsciente. ¿Cuáles son las cosas insignificantes? En últimas, todas las cosas son insignificantes, porque todas las cosas son transitorias.

Podemos decir, «sé que soy un espíritu inmortal», o «estoy cansado de este mundo de locos y lo único que deseo es paz», hasta cuando suena el teléfono. Malas noticias: hubo un colapso de la bolsa de valores; se dañó el negocio; se robaron el automóvil; llegó la suegra; se canceló el viaje; se canceló el contrato; el compañero se ha ido; piden más dinero; dicen que es culpa nuestra. Entonces se levanta en nuestro interior una oleada de ira o ansiedad. La voz se torna dura: «no soporto más esto». Acusamos, culpamos, atacamos, nos defendemos o nos justificamos, y todo eso sucede en piloto automático. Obviamente hay algo más importante para nosotros que la paz interior que pedíamos hace un momento, y tampoco somos ya un espíritu inmortal. El negocio, el dinero, el contrato, la pérdida o la amenaza de pérdida son más importantes. ¿Para quién? ¿Para el espíritu inmortal que dijimos ser? No, para mí. Para ese pequeño yo que busca la seguridad o la realización en cosas transitorias y que se enoja o se pone nervioso cuando no las encuentra. Bueno, por lo menos ahora sabemos quiénes creemos ser realmente.

Si la paz es realmente lo que deseamos, debemos elegir la paz. Si la paz fuera más importante para nosotros que todo lo demás y si supiéramos de verdad que somos espíritu en lugar de un pequeño yo, no reaccionaríamos sino que nos mantendríamos totalmente alertas frente a situaciones o personas difíciles. Aceptaríamos inmediatamente la situación y nos haríamos uno con ella en lugar de separarnos de ella. Entonces, a partir del estado de alerta, vendría la reacción. Sería una reacción proveniente de lo que somos (conciencia) y no de lo que creemos ser (el pequeño yo). Sería entonces una respuesta poderosa y eficaz que no convertiría a la persona o a la situación en enemiga.

El mundo siempre se encarga de que no nos engañemos durante mucho tiempo acerca de lo que pensamos ser, mostrándonos las cosas que realmente nos importan. La forma como reaccionamos ante las personas y las situaciones, especialmente en los momentos difíciles, es el mejor indicador del conocimiento real que tenemos de nosotros mismos.

Mientras más limitada y más egotista sea nuestra idea de nosotros mismos, más atención prestaremos y más reaccionaremos ante las limitaciones del ego, ante la inconsciencia de los demás. Los «defectos» que vemos en los otros se convierten, para nosotros, en su identidad. Eso significa que veremos solamente el ego en los demás, reforzando así el nuestro. En lugar de mirar «más allá» del ego de los demás, fijamos nuestra atención en él. ¿Quién ve el ego? Nuestro ego.

Las personas que viven en estado profundo de inconsciencia experimentan el ego viendo su reflejo en los demás. Cuando reconocemos que aquellas cosas de los demás que nos producen una reacción son también nuestras (y a veces sólo nuestras), comenzamos a tomar conciencia de nuestro propio ego. En esa etapa es probable que también nos demos cuenta que les hacíamos a los demás lo que pensábamos que ellos nos hacían a nosotros. Dejamos de considerarnos víctimas.

Puesto que no somos el ego, el hecho de tomar conciencia de él no significa que sepamos lo que somos: sólo reconocemos lo que no somos. Pero es gracias a ese conocimiento de lo que no somos que logramos eliminar el mayor obstáculo para llegar a conocernos realmente.

Nadie puede decirnos lo que somos. Sería apenas otro concepto más, incapaz de cambiarnos. No hace falta una creencia para saber lo que somos. En efecto, todas las creencias son obstáculos. Ni siquiera necesitamos alcanzar la realización, porque ya somos lo que somos. Pero sin la realización nuestro ser no puede proyectar su luminosidad sobre el mundo. Permanece en el ámbito de lo inmanifiesto, es decir, en nuestro verdadero hogar. Entonces somos como la persona que finge ser pobre mientras tiene cien millones de dólares en su cuenta, con lo cual el potencial de su fortuna jamás se manifiesta.

LA ABUNDANCIA

La noción de lo que creemos ser también está íntimamente relacionada con la forma como percibimos el tratamiento que recibimos de los demás. Muchas personas se quejan de que los demás no los tratan como se merecen. «No me prestan atención, no me respetan, no reconocen lo que hago», dicen. «Es como si no existiera». Cuando las tratan con amabilidad, sospechan algún motivo oculto. «Los otros tratan de manipularme y aprovecharse de mí. Nadie me quiere».

Esto creen ser: «soy un pobre ser necesitado cuyas necesidades están insatisfechas». Este error fundamental de interpretación crea disfunción en todas sus relaciones. Creen no tener nada que dar y que el mundo o las demás personas les niegan lo que necesitan. Su realidad se basa en una noción ilusoria de lo que son, la cual sabotea todas las situaciones y empaña todas las relaciones. Si la noción de carencia, trátese de dinero, reconocimiento o amor, se convierte en parte de lo que creemos ser, siempre experimentaremos esa carencia. En lugar de reconocer todo lo bueno de la vida, lo único que vemos es carencia. Reconocer lo bueno que ya tenemos es la base de la abundancia. El hecho es que cada vez que creemos que el mundo nos niega algo, le estamos negando algo al mundo. Y eso es así porque en el fondo de nuestro ser pensamos que somos pequeños y no tenemos nada que dar.

Ensaye lo siguiente durante un par de semanas para ver cómo cambia su realidad: dé a los demás todo lo que sienta que le están negando. ¿Le falta algo? Actúe como si lo tuviera, y le llegará. Así, al poco tiempo de comenzar a dar, comenzará a recibir. No es posible recibir lo que no se da. El flujo crea reflujo. Ya posee aquello que cree que el mundo le niega, pero a menos que permita que ese algo fluya, jamás se enterará de que ya lo tiene. Y eso incluye la abundancia. Jesús nos enseñó la ley del flujo y el reflujo con una imagen poderosa. «Den y se les dará. Recibirán una medida bien apretada y colmada».

La fuente de toda abundancia no reside afuera de nosotros, es parte de lo que somos. Sin embargo, es preciso comenzar por reconocer y aceptar la abundancia externa. Reconozca la plenitud de la vida que lo rodea: el calor del sol sobre su piel, la magnificencia de las flores en una floristería, el jugo delicioso de una fruta o la sensación de empaparse hasta los huesos bajo la lluvia. Encontramos la plenitud de la vida a cada paso. Reconocer la abundancia que nos rodea despierta la abundancia que yace latente dentro de nosotros y entonces es sólo cuestión de dejarla fluir. Cuando le sonreímos a un extraño, proyectamos brevemente la energía hacia afuera. Nos convertimos en dadores. Pregúntese con frecuencia, «¿qué puedo dar en esta situación; cómo puedo servirle a esta persona, cómo puedo ser útil en esta situación?» No necesitamos ser dueños de nada para sentir la abundancia, pero si sentimos la abundancia interior constantemente, es casi seguro que nos llegarán las cosas. La abundancia les llega solamente a quienes ya la tienen. Suena casi injusto, pero no lo es. Es una ley universal. Tanto la abundancia como la escasez son estados interiores que se manifiestan en nuestra realidad. Jesús lo dijo así: «Porque al que tenga se le dará más, y al que no tenga, aun lo que tiene se le quitará».

CONOCERNOS O SABER SOBRE NOSOTROS

A veces quizás no querríamos saber lo que somos por miedo a descubrirlo. Muchas personas abrigan el temor secreto de ser malas. Pero no seremos nada de lo que averigüemos sobre nosotros. Nada que podamos saber sobre nosotros es nuestra esencia.

Mientras algunas personas no desean saber quiénes son por temor, otras tienen una curiosidad insaciable acerca de sí mismas y desean saber más y más. Podemos sentir tal fascinación por lo que somos, que pasamos años acudiendo al psicoanalista para esculcar todos los aspectos de nuestra infancia, descubrir los temores y deseos secretos y levantar capa tras capa de complejidad en la constitución de nuestra personalidad y de nuestro carácter. Después de 10 años, el terapeuta podría cansarse de nosotros y de nuestra historia y dictaminar que nuestro análisis está completo. Quizás nos despache con una historia clínica de 5.000 páginas. «Esto es todo sobre usted. Esto es lo que usted es». Pero camino a casa con los papeles bajo el brazo, la satisfacción inicial de saber finalmente lo que somos da paso rápidamente a una sensación de vacío y a la sospecha de que debe haber algo más. Y por supuesto que hay, quizás no en los términos cuantitativos de los hechos, sino en la dimensión cualitativa de la profundidad.

No hay nada de malo con el psicoanálisis ni con tratar de develar el pasado, siempre y cuando no confundamos el hecho de saber sobre nosotros con el hecho de conocernos a nosotros mismos.

La historia clínica de 5.000 páginas es sobre nosotros: el contenido de la mente condicionada por el pasado. Todo aquello que averigüemos con el psicoanálisis o la observación propia es acerca de nosotros. No es lo que somos. Es contenido, no esencia. Ir más allá del ego implica salirnos del contenido. Conocernos a nosotros mismos es ser nosotros mismos y, para ello debemos dejar de identificarnos con el contenido.

La mayoría de las personas se definen a sí mismas a través del contenido de su vida. Todo lo que percibimos, experimentamos, pensamos o sentimos es contenido. El contenido es lo que absorbe por completo la atención de la mayoría de la gente y es aquello con lo cual se identifican. Cuando pensamos o decimos, «mi vida», no nos referimos a la vida que somos sino a la vida que tenemos, o parecemos tener. Nos referimos al contenido: la edad, la salud, las relaciones, las finanzas, la situación laboral y de vida, y también el estado mental y emocional. Las circunstancias internas y externas de la vida, el pasado y el futuro, pertenecen al plano del contenido al igual que los sucesos, es decir, todo aquello que acontece.

¿Pero qué más hay aparte del contenido? Aquello que nos permite ser, el espacio interior de la conciencia.

EL CAOS Y EL ORDEN SUPERIOR

Cuando nos conocemos únicamente a través del contenido, creemos saber también qué es bueno o malo para nosotros. Diferenciamos entre las cosas que «son buenas para mi» y las que son malas. Hay una percepción fragmentada de la integralidad de la vida en la cual todo está interconectado, en la cual todos los sucesos tienen su lugar y su función necesaria dentro de la totalidad. Sin embargo, la totalidad es más que la apariencia de las cosas, más que la suma total de sus partes, más que lo que la vida o el mundo pueda contener.

Detrás de la sucesión aparentemente aleatoria o hasta caótica de sucesos que acontecen en la vida y también en el mundo yace oculto el desenvolvimiento de un orden y un propósito superiores. El proverbio Zen lo expresa bellamente: «La nieve cae copo por copo, cada uno en su lugar preciso». Es imposible comprender este orden superior a través del pensamiento porque todo lo que pensamos es contenido, mientras que el orden superior emana del ámbito informe de la conciencia, de la inteligencia universal. Pero podemos vislumbrarlo y, lo que es más, podemos entrar en consonancia con él, haciéndonos partícipes conscientes del desenvolvimiento de ese propósito superior.

Cuando paseamos por un bosque en el cual no ha intervenido la mano del hombre, nuestra mente pensante ve solamente el desorden y el caos. No logra tan siquiera diferenciar entre la vida (lo bueno) y la muerte (lo malo) porque por todas partes brota la vida a partir de la materia podrida y en descomposición. Es solamente si tenemos suficiente quietud interior y si se acalla el ruido del pensamiento que podemos tomar conciencia de la armonía oculta, de lo sagrado, del orden superior en el cual todo tiene su lugar perfecto y no podría ser de otra manera ni estar en otro lugar.

La mente se siente más cómoda en un parque construido por el hombre porque ha sido planeado a través del pensamiento; no ha crecido orgánicamente. Hay un orden comprensible para la mente mientras que, en el bosque, hay un orden incomprensible que la mente interpreta como caos y que está más allá de las categorías mentales de bueno y malo. No lo podemos comprender a través del pensamiento, pero sí sentirlo cuando logramos acallar la mente, hacer silencio y prestar atención sin tratar de comprender o explicar. Sólo entonces podemos tomar conciencia del aspecto sagrado del bosque. Tan pronto como sentimos la armonía oculta, lo sagrado, nos damos cuenta de que somos parte de eso mismo. Y cuando reconocemos esa verdad, nos hacemos partícipes conscientes de la misma. De esta manera, la naturaleza nos ayuda a entrar nuevamente en consonancia con la integralidad de la vida.

LO BUENO Y LO MALO

En algún momento de la vida, la mayoría de las personas se dan cuenta de que no solamente nacen, crecen, tienen éxito, buena salud, placeres y victorias, sino de que también hay pérdidas, fracasos, envejecimiento, deterioro, sufrimiento y muerte. En términos convencionales se habla de lo bueno y lo malo, del orden y el desorden. Las personas suelen asociar el «significado» de la vida con lo «bueno», pero lo bueno permanece bajo la amenaza constante del colapso, la descomposición y el desorden. Es la amenaza de lo ilógico, de lo «malo», cuando las explicaciones fallan y la vida deja de tener sentido. Tarde o temprano, el desorden irrumpe en la vida de todo el mundo, independientemente del número de pólizas de seguro que se tengan. Puede asumir la forma de una pérdida, un accidente, una enfermedad, la invalidez, la vejez y la muerte. Sin embargo, la llegada del desorden a la vida de una persona con el consiguiente colapso del significado definido por la mente, puede constituir la puerta de entrada a un orden superior.

«La sabiduría de este mundo es necedad ante Dios», dice la Biblia. ¿Cuál es la sabiduría de este mundo? El movimiento del pensamiento, y el significado definido exclusivamente a través del pensamiento.

El pensamiento aísla las situaciones y los sucesos y los califica de buenos o malos, como si existieran por separado. La realidad termina fragmentada a base de depender excesivamente del pensamiento. Esta fragmentación, si bien es una ilusión, parece muy real mientras estamos atrapados en ella. Sin embargo, el universo es un todo indivisible en el cual todas las cosas están interconectadas y donde nada puede existir aisladamente.

La conexión profunda entre todas las cosas y todos los sucesos implica que los rótulos mentales de «bueno» y «malo» no son más que ilusiones. Siempre implican una perspectiva limitada, de tal manera que son verdaderos solamente de manera relativa y temporal. Así lo ilustra la historia de un sabio que se ganó un automóvil costoso en una lotería. La familia y los amigos se alegraron mucho por él y quisieron celebrar. «¿No es maravilloso?» exclamaron. «¡Eres tan afortunado!» El hombre sonrió y dijo, «Quizás». Durante algunas semanas disfrutó su automóvil hasta que, un buen día, un conductor ebrio chocó contra él en una esquina y el hombre terminó herido en el hospital. Los familiares y amigos acudieron a verlo y le dijeron, «Qué mala suerte». Nuevamente, el hombre sonrió y dijo, «Quizás». Mientras estaba en el hospital, hubo un deslizamiento de tierra y su casa cayó en el océano. Nuevamente, los amigos fueron a verlo al día siguiente y exclamaron, «Qué suerte tan grande que hubieras estado aquí en el hospital». Su respuesta fue la misma: «Quizás».

Ese «quizás» del hombre sabio representa la renuencia a juzgar cualquier cosa que pueda suceder. En lugar de juzgarla, la acepta por lo que es, de manera que entra a estar conscientemente en consonancia con el orden superior. Sabe que a la mente le queda imposible muchas veces comprender el lugar o el propósito de un suceso aparentemente aleatorio en medio del tapiz del todo. Pero no hay sucesos aleatorios ni cosas que existan aisladamente por sí solas. Los átomos que componen nuestro cuerpo se forjaron en algún momento dentro de las estrellas y las causas del suceso más insignificante son virtualmente infinitas y están conectadas con el todo de manera que escapa a toda comprensión. Si quisiéramos devolvernos a encontrar la causa de cualquier suceso, tendríamos que remontarnos hasta el comienzo de la creación. El cosmos no es caótico. La palabra «cosmos» en sí significa orden. Pero no es un orden comprensible para la mente humana, aunque sí es posible vislumbrarlo a veces.

LA INMUTABILIDAD ANTE LOS SUCESOS

J. Krishnamurti, el gran filósofo y maestro espiritual de la India, viajó casi continuamente por el mundo entero durante más de 50 años para tratar de comunicar a través de las palabras (que son contenido) aquello que está más allá de las palabras y del contenido. Durante una de sus últimas conferencias, sorprendió al público preguntando, «¿desean conocer mi secreto?» Todo el mundo quedó en vilo. Muchas de las personas habían acudido a sus conferencias durante 20 o 30 años sin lograr comprender la esencia de su enseñanza. Finalmente, después de todos esos años, el maestro estaba a punto de revelarles la clave. «Mi secreto es el siguiente», dijo, «no me importa lo que pueda suceder».

No dijo nada más, de manera que pienso que la mayoría de las personas presentes quedaron más confundidas que antes. Sin embargo, las implicaciones de esa frase son profundas.

¿Qué implica no inmutarse ante las cosas que puedan suceder? Implica estar internamente alineados con lo que sucede. «Lo que sucede» se refiere al carácter del momento presente, el cual es siempre como es. Se refiere al contenido, a la forma adoptada por el momento presente, el cual es el único que puede existir. Estar en consonancia con lo que es significa estar en una relación con las cosas que suceden en la cual no hay resistencia interior. Significa no calificar mentalmente los sucesos como buenos o malos sino dejar que las cosas sean. ¿Significa eso que no debemos hacer nada por generar cambios en nuestra vida? Todo lo contrario. Cuando la base para toda la acción es la consonancia interior con el momento presente, la inteligencia de la Vida misma imprime poder a nuestros actos.

¿DE VERAS?

Hakuin, un maestro Zen, vivía en una aldea del Japón. Era tenido en alta estima y la gente acudía a él en busca de enseñanzas espirituales. Un día, la hija adolescente de su vecino quedó embarazada. Cuando los padres, furiosos, exigieron conocer el nombre del padre, ella finalmente dijo que se trataba de Hakuin, el maestro Zen. Llenos de ira, los padres buscaron a Hakuin, lo llenaron de improperios y le dijeron que su hija había confesado que él era el padre. Pero el maestro se limitó a decir, «¿De veras?»

La noticia del escándalo se difundió por toda la aldea y más allá de sus confines. El maestro perdió su reputación, pero no le importó. Nadie acudió nunca más a visitarlo, pero él permaneció inmutable. Cuando nació el bebé, los padres se lo llevaron a Hakuin. «Usted es el padre, de manera que tendrá que hacerse cargo». El maestro le proporcionó todo su cariño al bebé. Un año más tarde, la madre, arrepentida, confesó que el verdadero padre era un joven que trabajaba en la carnicería. Desolados, los padres acudieron a presentar sus disculpas a Hakuin y a solicitar su perdón. «Realmente lo sentimos mucho, hemos venido a llevarnos el bebé. Nuestra hija confesó que usted no era el padre». «¿De veras?» fue todo lo que dijo cuando les devolvió al bebé.

El maestro reacciona exactamente de la misma manera ante la falsedad o la verdad, las buenas o las malas noticias. Permite que la forma del momento, buena o mala, sea como es, de manera que no se involucra en el drama humano. Para él, lo único que existe es el momento presente, y ese momento es como es. No personaliza los sucesos. No es víctima de nadie. Está tan íntimamente unido con lo que sucede, que el suceso no puede ya ejercer poder sobre él. Es solamente cuando oponemos resistencia a lo que sucede que quedamos a merced de los sucesos y entonces es el mundo el que determina si hemos de ser felices o infelices.

El bebé recibe cariño y cuidados. Lo malo se vuelve bueno gracias al poder de la no resistencia. Respondiendo siempre a lo que exige el momento presente; se separa del bebé cuando llega la hora de hacerlo.

Imaginemos por unos instantes cómo habría reaccionado el ego durante las distintas etapas del desenvolvimiento de esos hechos.

EL EGO Y EL MOMENTO PRESENTE

La relación más importante y primordial de la vida es la relación con el Ahora, o mejor aún, con cualquiera que sea la forma que adopte el Ahora, es decir, lo que es o lo que sucede. Si la relación con el Ahora es disfuncional, esa disfunción se reflejará en todas las relaciones y en todas las situaciones de la vida. El ego podría definirse sencillamente como una relación disfuncional con el momento presente. Es en este momento cuando podemos decidir la clase de relación que deseamos tener con el momento presente.

Una vez que hemos alcanzado un cierto nivel de conciencia, es decir, de Presencia (y si está leyendo esto es porque seguramente es su caso) estamos en capacidad de decidir qué clase de relación deseamos tener con el momento presente. ¿Deseo que éste momento sea mi amigo o mi enemigo? El momento presente es inseparable de la vida, de tal manera que nuestra decisión se refiere realmente a la clase de relación que deseamos tener con la vida. Una vez tomada la decisión de ser amigos con el momento presente, nos toca dar el primer paso: mostrarnos amigables con él, acogerlo independientemente de su forma de presentarse. Y no tardaremos en ver los resultados. La vida se torna amable con nosotros. La gente nos ayuda y las circunstancias cooperan. Pero es una decisión que debemos tomar una y otra vez, hasta que aprendemos a vivir naturalmente de esa manera.

Con la decisión de hacer amistad con el momento presente viene el fin del ego. El ego no puede nunca estar en consonancia con el momento presente, es decir, en consonancia con la vida, puesto que su propia naturaleza lo induce a resistir, menospreciar o hacer caso omiso del Ahora. El ego se nutre del tiempo. Mientras más fuerte el ego, mayor es el tiempo durante el cual controla nuestra vida. Casi todos nuestros pensamientos entonces se refieren al pasado o al futuro y el sentido de lo que somos depende del pasado, donde encuentra una identidad, o del futuro donde busca su realización. El temor, la ansiedad, la expectativa, el remordimiento, la culpa, y la ira son disfunciones del estado de la conciencia atrapado en el tiempo.

El ego trata el momento presente de tres maneras: como un medio para una finalidad, como un obstáculo, o como un enemigo. Analicemos una a la vez, de tal manera que cuando ese patrón se apodere de usted, pueda reconocerlo y decidir nuevamente.

En el mejor de los casos, el ego ve en el momento presente un medio para cumplir una finalidad. Sirve para llevarnos a algún momento en el futuro considerado más importante. Pero el futuro nunca llega salvo como momento presente y, por tanto, nunca es más que un pensamiento en la cabeza. En otras palabras, nunca estamos totalmente aquí porque siempre estamos ocupados tratando de llegar a algún otro lugar.

Cuando este patrón se acentúa, lo cual suele suceder, el momento presente es visto o tratado como si fuera un obstáculo a superar. Es allí donde surgen la impaciencia, la frustración y el estrés y, en nuestra cultura, esa es la realidad cotidiana, el estado normal de muchas personas. La Vida, la cual ocurre ahora, es vista como un «problema», y todos habitamos en un mundo lleno de problemas que debemos resolver para ser felices, sentirnos realizados o comenzar realmente a vivir (o por lo menos eso creemos). El problema está en que, por cada problema que resolvemos aparece uno nuevo. Mientras veamos un obstáculo en el momento presente, los problemas no tendrán fin. «Seré lo que deseas que sea», dice la Vida o el Ahora. «Te trataré como tú me trates. Si me ves como un problema, eso seré para ti. Si me tratas como a un obstáculo, seré un obstáculo».

En el peor de los casos, y esto también es muy común, el momento presente es visto como un enemigo. Cuando odiamos lo que hacemos, nos quejamos de nuestro entorno, maldecimos de las cosas que suceden o han sucedido; o cuando nuestro diálogo interno está lleno de lo que deberíamos o no deberíamos hacer, de acusaciones y señalamientos, entonces nos peleamos con lo que es, con aquello que de todas maneras ya es como es. Convertimos a la Vida en nuestra enemiga y ella nos dice, «si lo que quieres es guerra, guerra tendrás». La realidad externa, la cual es siempre el espejo de nuestro estado interior, se experimenta como algo hostil.

Una pregunta crucial que debemos hacernos con frecuencia es ¿cuál es mi relación con el momento presente? Después debemos estar alertas para descubrir la respuesta. ¿Trato el Ahora apenas como un medio para llegar a una finalidad? ¿Lo veo como un obstáculo? ¿Lo estoy convirtiendo en enemigo? Puesto que el momento presente es lo único que tendremos, puesto que la vida es inseparable del Ahora, lo que la pregunta significa realmente es, ¿cuál es mi relación con la vida? Esta pregunta es una forma excelente de desenmascarar al ego y de entrar en el estado de Presencia. Aunque la verdad absoluta no está encarnada en la pregunta (en últimas, yo y el momento presente somos uno), es una guía importante hacia el camino correcto. Hágase esa pregunta con frecuencia, hasta que ya no la necesite.

¿Cómo trascender una relación disfuncional con el momento presente? Lo más importante es reconocerla en nosotros mismos, en nuestros pensamientos y en nuestros actos. Estamos en el presente en el momento mismo en que notamos que nuestra relación con el Ahora es disfuncional. Ver equivale al afloramiento de la Presencia. Tan pronto como vemos la disfunción, ésta comienza a desvanecerse. Algunas personas se ríen cuando ven esto. Con el reconocimiento viene el poder de elegir: la posibilidad de decirle «sí» al Ahora y de aceptarlo como amigo.

LA PARADOJA DEL TIEMPO

A simple vista, el momento presente es «lo que sucede». Puesto que los sucesos cambian continuamente, parecería que cada día de la vida consta de miles de momentos en los cuales suceden distintas cosas. El tiempo es para nosotros como una cadena interminable de momentos, algunos «buenos» y otros «malos». Sin embargo, si analizamos más detenidamente, es decir, a través de nuestra experiencia inmediata, descubrimos que realmente no hay muchos momentos. Descubrimos que lo único que hay es este momento.

La Vida siempre es ahora. La vida entera se desenvuelve en este Ahora constante. Los momentos pasados o futuros existen solamente cuando los recordamos o los imaginamos, trayéndolos a la mente en el único momento que existe: éste.

¿Por qué tenemos la impresión de que hay muchos momentos? Porque confundimos el momento presente con lo que sucede, con el contenido. Confundimos el espacio del Ahora con lo que sucede en ese espacio. Al confundir el momento presente con el contenido no solamente creamos la ilusión del tiempo, sino también la ilusión del ego.

He aquí la paradoja. Por una parte, ¿cómo podemos negar la realidad del tiempo? Lo necesitamos para ir de aquí para allá, para preparar la cena, construir una casa, leer este libro. Lo necesitamos para crecer, aprender cosas nuevas. Al parecer, consumimos tiempo en todo lo que hacemos. Todo está sujeto a eso y, al cabo de los años, «este maldito tirano que es el tiempo», termina matándonos. Podríamos compararlo con un incendio voraz o con un río de aguas embravecidas que nos arrastra en su corriente.

Hace poco me reuní con unos viejos amigos, una familia a la cual no veía hacía tiempo, y me llevé una fuerte impresión cuando los vi. Casi les pregunto, «¿están enfermos? ¿Qué sucedió? ¿Quién les hizo eso?» La madre, apoyada en un bastón, parecía como si se hubiera encogido y su rostro estaba arrugado como una manzana vieja. La hija, a quien había visto la última vez llena de la energía, el entusiasmo y las esperanzas de la juventud, parecía agotada, cansada después de educar a sus tres hijos. Entonces recordé: habían pasado casi treinta años desde nuestro último encuentro. El tiempo les había hecho eso. Seguramente ellas tuvieron la misma impresión cuando me vieron.

Todo parece estar sujeto al tiempo y, no obstante, todo sucede en el Ahora. Esa es la paradoja. A donde quiera que miremos hay suficiente evidencia circunstancial de la realidad del tiempo: la manzana que se pudre, el rostro en el espejo comparado con el rostro en la fotografía de hace treinta años. Sin embargo, nunca encontramos evidencia directa, nunca experimentamos el tiempo propiamente. Lo único que experimentamos es el momento presente o, más bien, lo que sucede en él. Si nos guiamos solamente por la evidencia directa, entonces no hay tiempo, y lo único que existe es el Ahora.

ELIMINAR EL TIEMPO

No podemos fijarnos la meta de liberarnos del ego y dar los pasos necesarios para alcanzarla en un futuro. Lo único que obtenemos es mayor insatisfacción, más conflictos internos, porque siempre nos parecerá que nunca llegamos, que nunca «alcanzamos» ese estado. Cuando fijamos para el futuro la meta de liberarnos del ego, nos damos más tiempo y, más tiempo significa más ego. Examine con cuidado si su búsqueda espiritual es una forma disfrazada de ego. Hasta tratar de deshacernos del «yo» puede ser una forma de querer más si la fijamos como una meta para el futuro. Darse más tiempo es precisamente eso: darle más tiempo al «yo». El tiempo, es decir, el pasado y el futuro, es lo que alimenta y empuja al yo falso fabricado por la mente, y el tiempo vive en la mente. No es algo que exista objetivamente en «alguna parte». Si bien es una estructura mental necesaria para la percepción sensorial, indispensable para efectos prácticos, es el mayor obstáculo para llegar a conocernos. El tiempo es la dimensión horizontal de la vida, la capa superficial de la realidad. Y está además la dimensión vertical de la profundidad, accesible solamente a través del portal del momento presente.

Entonces, en lugar de sumarnos tiempo, debemos eliminarlo. Eliminar al tiempo de la conciencia es eliminar al ego, es la única práctica verdaderamente espiritual.

Claro está que cuando hablamos de eliminar el tiempo no nos referimos al tiempo del reloj, el cual representa el uso del tiempo para efectos prácticos como fijar una cita o planear un viaje. Sería casi imposible funcionar en este mundo sin el tiempo del reloj. A lo que nos referimos es a la eliminación del tiempo psicológico, la preocupación constante de la mente egotista con el pasado y el futuro, y su resistencia a ser una con la vida viviendo en consonancia con la existencia inevitable del momento presente.

Cada vez que en lugar de decirle «no» a la vida le damos un «sí, cada vez que permitimos que el momento presente sea como es, disolvemos el tiempo y también el ego. Para sobrevivir, el ego debe dar más importancia al tiempo (pasado y futuro) que al momento presente. El ego no soporta la amistad con el momento presente, salvo por breves momentos, lo suficiente para obtener lo que desea. Pero no hay nada que satisfaga al ego durante mucho tiempo. Mientras controle nuestras vidas, nos hará infelices de dos maneras. Una, al no obtener lo que deseamos y la otra al obtener lo que deseamos.

Todo aquello que es o que sucede es la forma adoptada por el Ahora. Mientras nos resistamos internamente, la forma, es decir el mundo, se convertirá en una barrera impenetrable que nos separará de lo que somos más allá de la forma, de la Vida única informe que somos. Cuando damos un «sí» interior a la forma adoptada por el Ahora, esa forma se convierte en la puerta hacia la dimensión de lo informe. La separación entre Dios y el mundo se disuelve.

Cuando reaccionamos contra la forma que la vida adopta en este momento, cuando tratamos al Ahora como un medio, un obstáculo o un enemigo, fortalecemos nuestra propia identidad en la forma: el ego. De allí la reactividad del ego. ¿Qué es reactividad? Es la adicción a la reacción. Mientras más reactivos somos, más nos enredamos con la forma. Mientras más identificados con la forma, más fuerte es el ego. Entonces nuestro Ser a duras penas logra proyectar su luminosidad a través de la forma.

Cuando no oponemos resistencia a la forma, aquello que está más allá de ella en nuestro interior emerge como una Presencia que lo abarca todo, un poder silencioso mucho más grande que la breve identidad con la forma, mucho más grande que la persona. Es nuestra esencia más profunda que no tiene parangón en el mundo de la forma.

EL SOÑADOR Y EL SUEÑO

La no resistencia es la clave para el mayor de los poderes del universo. A través de ella, la conciencia (el espíritu) se libera de su prisión en la forma. No resistirse internamente a la forma (a lo que es o a lo que sucede) es negar la realidad absoluta de la forma. La resistencia hace que el mundo y las cosas, incluida nuestra propia identidad, parezcan más reales, más sólidos y más duraderos de lo que son. Dota al mundo y al ego de un peso y de una importancia absoluta que hacen que tomemos al mundo y a nuestra persona muy en serio. Entonces confundimos el juego de la forma con una lucha por sobrevivir y, al ser ésa nuestra percepción, se convierte en nuestra realidad.

El sinnúmero de sucesos y de formas que adopta la vida, es por naturaleza, efímero. Todo es pasajero. Las cosas, los cuerpos, los egos, los sucesos, las situaciones, los pensamientos, las emociones, los deseos, las ambiciones, los temores y el drama llegan con aire de gran importancia y cuando menos acordamos se han ido, desvanecidos en la nada de donde salieron. ¿Alguna vez fueron reales? ¿Fueron algo más que un sueño, el sueño de la forma?

Cuando abrimos los ojos en la mañana, el sueño de la noche se disuelve y decimos, «fue sólo un sueño, no fue real». Pero tuvo que haber algo real en el sueño o de lo contrario no habría podido suceder. Cuando se aproxima la muerte, podemos mirar hacia atrás y preguntarnos si la vida fue apenas otro sueño. Ahora mismo, si recuerda las vacaciones del año pasado o el drama de ayer, podrá ver que son muy parecidos al sueño de anoche.

Está el sueño y también el soñador del sueño. El sueño es un juego breve de las formas. Es el mundo: real en términos relativos pero no absolutos. Y está el soñador, la realidad absoluta en la cual van y vienen las formas. El soñador no es la persona, la persona es parte del sueño. El soñador es el substrato en el cual aparece el sueño, la dimensión atemporal detrás del tiempo, la conciencia que vive en la forma y está detrás de ella. El soñador es la conciencia misma, es lo que somos.

Nuestro propósito ahora es despertarnos en el sueño. Cuando estamos despiertos en el sueño, el drama creado en la tierra por el ego llega a su fin y aparece un sueño más benigno y maravilloso. Es la nueva tierra.

MÁS ALLÁ DE LA LIMITACIÓN

A toda persona le llega el momento en que busca crecer y expandirse en el nivel de la forma. Es cuando nos esforzamos por superar una limitación como una debilidad física o un apuro económico, cuando adquirimos nuevas destrezas y conocimiento, cuando aplicamos nuestra creatividad para traer algo nuevo al mundo a fin de mejorar la vida, tanto la nuestra como la de los demás. Podría tratarse de una pieza musical o una obra de arte, un libro, un servicio, una función que realizamos, una empresa u organización a la cual contribuimos o de la cual somos los creadores.

Cuando estamos presentes, cuando nuestra atención está totalmente en el Ahora, la Presencia penetra en lo que hacemos y lo transforma. Imprime calidad y poder a nuestras obras. Estamos presentes cuando lo que hacemos no es principalmente un medio para conseguir un fin (dinero, prestigio, ganancia) sino que es una fuente de realización en sí misma, caracterizada por la alegría y la energía. Y claro está que no podemos estar presentes si no estamos en amable armonía con el momento presente. He ahí la base de la acción eficaz sin tinte de negatividad.

La forma es limitación. Estamos aquí no solamente para experimentar la limitación sino para crecer en la conciencia trascendiendo la limitación. Algunas limitaciones se pueden superar en el plano externo. Habrá otras con las cuales debemos aprender a vivir y que solamente se pueden superar internamente. Todo el mundo tropieza con ellas tarde o temprano. Podemos, o bien quedarnos atrapados en esas limitaciones a causa de las reacciones del ego, experimentando una infelicidad intensa, o bien elevarnos por encima de ellas internamente, entregándonos incondicionalmente a lo que es. Es eso lo que nos enseñan. El estado consciente de renunciación abre la dimensión vertical de la vida, la dimensión de la profundidad. Entonces, algo se proyecta sobre el mundo desde esa dimensión: algo de valor infinito que, de otra manera, no se habría manifestado. Algunas personas que se entregan ante la limitación severa se convierten en sanadores o maestros espirituales. Otras trabajan desinteresadamente para mitigar el sufrimiento humano o traer algún don de su creatividad al mundo.

A finales de los años setenta, tenía la costumbre de almorzar todos los días con uno o dos amigos en la cafetería del centro de postgrado de la Universidad de Cambridge donde estudiaba. A veces se sentaba en la mesa vecina un hombre en silla de ruedas, generalmente en compañía de tres o cuatro personas más. Un día, cuando estaba en la mesa directamente al frente de la mía, no pude abstenerme de mirarlo más atentamente, y quedé aturdido con lo que vi. Parecía totalmente paralizado. Su cuerpo estaba duro y la cabeza le colgaba constantemente hacia adelante. Una de las personas que estaba con él le llevaba la comida a la boca cuidadosamente pero de todas maneras era mucha la que se caía y que otro hombre recogía en un plato que sostenía debajo del mentón. De tanto en tanto, el hombre postrado en la silla de ruedas emitía unos sonidos ininteligibles y alguien acercaba el oído a la boca y lograba interpretar milagrosamente lo que el hombre trataba de decir.

Posteriormente le pregunté a mi amigo si sabía quién era. «Claro», dijo, «es profesor de matemáticas y las personas que lo acompañan son sus alumnos de postgrado. Tiene una enfermedad de las neuronas motrices, la cual paraliza progresivamente todas las partes de su cuerpo. Le han dado cuando más unos cinco años. Debe ser lo más espantoso que le puede pasar a un ser humano».

Unas semanas después, saliendo un día del edificio me crucé con él. Sostuve la puerta para que pasara con su silla impulsada eléctricamente y en ese momento se cruzaron nuestras miradas. Me sorprendió ver lo transparentes que eran sus ojos. No había en ellos huellas de infelicidad. Me di cuenta inmediatamente de que había renunciado a resistirse; vivía en estado de entrega.

Varios años después, comprando un periódico en un puesto de revistas, me sorprendió ver su fotografía en la portada de una revista internacional de noticias muy prestigiosa. No solamente continuaba vivo, sino que había llegado a ser el físico teórico más importante del mundo: Stephen Hawking. Había en el artículo una frase hermosa que confirmó lo que yo había sentido al mirarlo a los ojos muchos años atrás. Comentando acerca de su vida decía (ahora con la ayuda de un sintetizador de voz), «¿Quién habría deseado más?»

LA ALEGRÍA DE SER

La infelicidad y la negatividad son una enfermedad en nuestro planeta. Lo que la contaminación es al plano externo, es la negatividad al plano interno. Está en todas partes, no solamente en los lugares donde las personas no tienen lo suficiente, sino todavía más donde la gente tiene más de la cuenta. ¿No es sorprendente?

No. El mundo desarrollado está más profundamente identificado con la forma, más atrapado en el ego.

Las personas creen que su felicidad depende de lo que les sucede, es decir, que depende de la forma. No se dan cuenta de que los sucesos son lo más inestable del universo porque cambian constantemente. Ven el momento presente empañado por algo que ha sucedido y que no debió suceder, o como una deficiencia porque algo que debió suceder no sucedió. Entonces pasan por alto la perfección profunda, inherente a la vida misma, una perfección que ya existe y está más allá de lo que sucede o no sucede, más allá de la forma. Debemos aceptar el momento presente y hallar la perfección que es más profunda que cualquier forma, y que está libre del efecto del tiempo.

La alegría de Ser, la única felicidad verdadera, no se puede lograr a través de la forma, es decir, de las posesiones, los logros, las personas o los sucesos. Esa alegría nunca llega sino que emana de la dimensión informe que reside en nuestro interior, de la conciencia misma y, por tanto, es una con nuestra esencia.

LA DISMINUCIÓN DEL EGO

El ego siempre está en guardia contra cualquier posibilidad de verse disminuido. Los mecanismos de reparación se activan automáticamente para restablecer la forma mental del «yo». Cuando alguien me culpa o me critica, el ego lo interpreta como una disminución del yo y trata inmediatamente de reparar esa disminución mediante la justificación, la defensa o la culpa. El que la otra persona tenga la razón o no lo tiene sin cuidado. El ego está mucho más interesado en su conservación que en la verdad. Es la conservación de la forma psicológica del «yo«. Algo tan normal como responder a gritos al conductor que nos insulta es un mecanismo automático e inconsciente de reparación del ego. Uno de los mecanismos de reparación más comunes es la ira, la cual infla al ego enormemente, aunque por un breve período. Todos los mecanismos de reparación son perfectamente lógicos para el ego, aunque son disfuncionales en la realidad. Los más extremos son la violencia física y el autoengaño expresado en fantasías de grandeza.

Una práctica espiritual muy poderosa consiste en permitir la disminución del ego cuando sucede, sin tratar de restaurarlo. Le recomiendo hacer el experimento de vez en cuando. Por ejemplo, cuando alguien lo critique, lo culpe o lo ofenda, en lugar de replicar y defenderse inmediatamente, no haga nada. Permita que su amor propio se quede disminuido y tome conciencia de lo que siente en su interior. Es probable que se sienta incómodo durante algunos segundos, como si se hubiera empequeñecido. Después sentirá que se amplía su espacio interno y que está intensamente vivo. No habrá menguado en lo absoluto. En realidad se habrá expandido. Entonces quizás reconozca algo asombroso: cuando se sienta disminuido de alguna manera y se abstenga de reaccionar, no sólo externamente sino también internamente, se dará cuenta de que nada ha menguado realmente, que al ser «menos» se convierte en más. Cuando opta por no defender o fortalecer su forma, deja de identificarse con ella, con su imagen mental. Al ser menos (a los ojos del ego), en efecto se produce una expansión y se genera el espacio para que el Ser pueda manifestarse. El verdadero poder, lo que usted es más allá de la forma, podrá brillar a través de la forma aparentemente debilitada. Fue lo que quiso decir Jesús con su frase, «Niégate a ti mismo» o «Presenta la otra mejilla».

Claro está que eso no significa invitar al abuso o convertirse en víctima de las personas inconscientes. Algunas veces será necesario exigirle al otro con mucha firmeza que «tenga cuidado».

Pero las palabras tendrán el poder que se obtiene cuando no hay defensividad del ego, cuando están privadas de la fuerza de la reacción. De ser necesario, podremos dar un «no» firme y contundente, pero un «no de alta calidad» carente de toda negatividad.

Cuando nos sentimos satisfechos de no ser nadie en particular, contentos con no sobresalir, entramos en consonancia con el poder del universo. Lo que parece debilidad para el ego es en realidad la única fortaleza verdadera. La verdad del espíritu es diametralmente opuesta a los valores de nuestra cultura contemporánea y la forma como ésta condiciona el comportamiento de las personas.

En lugar de tratar de ser una montaña, enseña el antiguo Tao Te Ching, «seamos el valle del universo». De esta forma, volvemos a la unicidad y «todas las cosas llegarán».

Asimismo enseñó Jesús en una de sus parábolas, «cuando te inviten, siéntate en el lugar más humilde de manera que, cuando llegue tu anfitrión, pueda invitarte a ocupar un mejor lugar. Entonces serás honrado en presencia de todos los que comparten la mesa contigo. Porque aquel que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».

Otro aspecto de esta práctica es abstenerse de fortalecer el yo evitando alardear, o querer sobresalir, ser especial, dejar una impresión o exigir atención. Puede implicar abstenerse de expresar una opinión cuando todos los demás expresan la suya. Ensaye a hacerlo para ver cómo se siente.

ASÍ COMO SOMOS POR FUERA SOMOS POR DENTRO

Al mirar las estrellas en el firmamento despejado podemos reconocer fácilmente una verdad a la vez totalmente simple y extraordinariamente profunda. ¿Qué es lo que vemos? La luna, los planetas, las estrellas, la banda luminosa de la vía láctea, quizás un cometa o hasta la vecina galaxia de Andrómeda a dos millones de años luz de distancia. Es correcto. Pero si simplificamos todavía más, ¿qué vemos? Objetos flotando en el espacio. ¿Entonces de qué consta el universo? De objetos y espacio.

Cuando no enmudecemos totalmente al mirar el firmamento en una noche despejada es porque no estamos mirando realmente y no tenemos conciencia de la totalidad de lo que hay en él. Probablemente estemos mirando solamente los objetos y tratando de identificarlos. Si alguna vez se sintió sobrecogido al mirar el espacio, si experimentó una sensación de reverencia ante ese misterio incomprensible, es porque renunció por un momento a su deseo de explicar y asignar nombres y tomó conciencia no solamente de los objetos del espacio sino de la profundidad infinita del espacio mismo. Seguramente logró tranquilizarse lo suficiente para tomar nota de la inmensidad en la cual existen esos mundos incontables. La sensación sobrecogedora no se deriva del hecho de que haya miles de millones de mundos, sino del reconocimiento de la profundidad que los alberga a todos.

Claro está que no podemos ver, ni oír, ni tocar, ni oler el espacio. ¿Entonces cómo sabemos tan siquiera si existe? Esta pregunta aparentemente lógica contiene un error fundamental. La esencia del espacio es el vacío, de tal manera que no «existe» en el sentido normal de la palabra. Sólo las cosas, las formas, existen. El hecho mismo de designarlo con el nombre de espacio puede ser engañoso porque, al nombrarlo, lo convertimos en objeto.

Digámoslo de esta manera: hay algo dentro de nosotros que tiene afinidad con el espacio; es por eso que podemos tomar conciencia de él. ¿Conciencia de él? Esto tampoco es completamente cierto porque ¿cómo podemos tomar conciencia del espacio si no hay nada de lo cual tomar conciencia?

La respuesta es a la vez simple y profunda. Cuando tenemos conciencia del espacio realmente no tenemos conciencia de nada, salvo de la conciencia misma, del espacio interior. ¡El universo toma conciencia de sí mismo a través de nosotros!

Cuando el ojo no encuentra nada para ver, la nada se percibe como espacio. Cuando el oído no encuentra nada para oír, el vacío se percibe como quietud. Cuando los sentidos, diseñados para percibir la forma, se tropiezan con la ausencia de la forma, la conciencia informe que está detrás de la percepción y de la cual emana toda percepción, toda experiencia posible, ya no se oculta detrás de la forma. Cuando contemplamos la profundidad inconmensurable del espacio o escuchamos el silencio en las primeras horas del amanecer, algo resuena dentro de nosotros como en una especie de reconocimiento. Entonces sentimos que la vasta profundidad del espacio es nuestra propia profundidad y reconocemos que esa quietud maravillosa es nuestra más profunda esencia, más profunda que cualquiera de las cosas que conforman el contenido de nuestra vida.

Los Upanishads, las antiguas escrituras de la India, apuntan hacia la misma verdad con estas palabras:

«Aquello que el ojo no puede ver, pero que hace posible que el ojo vea: sabed que no es otro que Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí. Aquello que no puede oírse con los oídos, pero que hace posible que el oído oiga: sabed que no es otro que Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí… Aquello que no puede pensarse con la mente, pero que hace posible que la mente piense: sabed que no es otro que Brahma, el espíritu, y no lo que la gente adora aquí».

La escritura dice que Dios es conciencia informe y la esencia de lo que somos. Todo lo demás es forma, «lo que la gente adora aquí».

La realidad dual del universo, la cual consta de cosas y espacio (cosas y vacío), es también la nuestra. Una vida humana sana equilibrada y fructífera es una danza entre dos dimensiones que conforman la realidad: la forma y el espacio. La mayoría de las personas están tan identificadas con la dimensión de la forma, con las percepciones de los sentidos, los pensamientos y las emociones, que carecen de la otra mitad vital. Su identificación con la forma las mantiene atrapadas en el ego.

Lo que vemos, oímos, sentimos, palpamos o pensamos es solamente la mitad de la realidad, por así decirlo. Es la forma. Jesús hablaba en sus enseñanzas de «el mundo», mientras que la otra dimensión es el «reino de los cielos o la vida eterna».

De la misma manera que el espacio hace posible que todas las cosas existan y de la misma manera que sin el silencio no habría sonido, no existiríamos sin la dimensión vital informe que constituye la esencia de lo que somos. Podríamos hablar de «Dios» si no hubiéramos abusado tanto de la palabra. Pero prefiero hablar del Ser previo a la existencia. La existencia es forma, contenido, «lo que sucede». La existencia es el escenario de la vida; el Ser es el telón de fondo, por así decirlo.

La enfermedad colectiva de la humanidad radica en que las personas están tan inmersas en los sucesos, tan hipnotizadas por el mundo de las formas fluctuantes, tan absortas en el contenido de sus vidas, que han olvidado la esencia, aquello que está más allá del contenido, de la forma y del pensamiento. Están tan sumidas en el tiempo que han olvidado la eternidad, la cual es su origen, su hogar y su destino. La eternidad es la realidad viviente de lo que somos.

Hace algunos años, estando en China, tropecé con una estupa en la cima de una montaña cerca de Guilin. Tenía unas letras doradas grabadas cuyo significado consulté a mi anfitrión. «Significa Buda», me respondió. «¿Por qué hay dos caracteres en lugar de uno?» pregunté. «Uno significa ‘hombre’ y el otro significa ‘no’. Los dos juntos significan ‘Buda’. Me quedé perplejo. El carácter representativo de Buda contenía toda la enseñanza de Buda y, para quienes tuvieran ojos para ver, contenía el secreto de la vida. Son esas las dos dimensiones que conforman la realidad, lo que es y lo que no es: es decir, el reconocimiento de que no somos la forma.

 

Tomado del libro Una Nueva Tierra.

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