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Cuento / Historia Hoy rompimos todas las reglas…

Carmen Luján, 82 años, llevaba dos décadas viuda. Sus hijos la visitaban los domingos, le llevaban flores y siempre le recordaban que debía “cuidarse mucho y no hacer locuras”. Pero Carmen seguía sintiéndose viva, con un corazón que aún latía fuerte.

En el mismo barrio vivía Eduardo Molina, 85 años, un hombre discreto que había pasado su vida como maestro de literatura. Se habían conocido en el centro cultural, compartiendo clases de lectura. Al principio eran simples compañeros, pero poco a poco, entre poemas y cafés, surgió algo más.

Una tarde, mientras paseaban por el parque, Carmen se detuvo frente a una fuente.

— Eduardo —dijo, con la voz temblorosa—, no sé si a nuestra edad tiene sentido hablar de amor…

Él la miró con ternura y tomó su mano.

El amor nunca pregunta por la edad, Carmen. Aparece, y solo los valientes se atreven a aceptarlo.

Comenzaron a verse cada día, con discreción. Pero había un obstáculo: sus hijos. Los de Carmen temían que alguien quisiera aprovecharse de ella. Los de Eduardo pensaban que “ya no estaban para esas cosas”.

— Nos tratan como si fuéramos porcelana —se quejó Carmen una tarde—. Pero aún somos de carne y hueso, Eduardo.

Él rio suavemente.

Pues démonos el lujo de una última locura.

Entonces nació la idea: casarse en secreto. Nada de ceremonias grandes ni permisos familiares. Solo ellos, el cura de una pequeña iglesia olvidada y dos testigos improvisados.

El día elegido amaneció soleado. Eduardo apareció con un traje azul marino que había guardado de su jubilación. Carmen, con un vestido sencillo color marfil y un ramo de margaritas comprado en la floristería del barrio.

— Estás preciosa —le dijo Eduardo al verla—. Pareces una novia de veinte.

Y tú un galán de cine —respondió ella, sonrojándose como una adolescente.

En la capilla de San Roque, apenas había una decena de bancos de madera. Los únicos presentes fueron la señora del estanco, amiga de Carmen, y un antiguo alumno de Eduardo que casualmente había pasado por allí. El cura, sorprendido al ver a dos ancianos tan decididos, sonrió con complicidad.

— Hijos, ¿están seguros de este paso?

— Padre, nunca he estado más segura —contestó Carmen con firmeza.

— Y yo llevo ochenta y cinco años esperando encontrar esta certeza —añadió Eduardo.

Cuando pronunciaron el “sí, quiero”, sus voces se quebraron, pero en sus ojos brillaba una juventud que no se había marchitado. Al intercambiar anillos —dos simples sortijas de plata—, Carmen susurró:

— Nos robaron la juventud, Eduardo, pero no nos robarán este presente.

Él le apretó la mano.

— A partir de hoy, nadie más decide por nosotros.

Al salir de la iglesia, el sol caía sobre sus hombros. Caminaron por la calle empedrada como dos recién casados que huían de la rutina. Se detuvieron en un bar y pidieron vino y tortilla. El camarero, al verlos reír como adolescentes, preguntó:

¿Qué celebran, abuelos?

Nuestra boda —contestó Eduardo, guiñando un ojo.

El joven estalló en carcajadas, pensando que era una broma. Pero ellos se miraron cómplices: su secreto quedaba entre esas paredes y el cielo.

Esa noche, en la pequeña casa de Carmen, encendieron una vela y cenaron sopa y pan. No hubo lujos ni orquesta, pero mientras brindaban con dos copas desiguales, Eduardo dijo:

Este es el comienzo de nuestra eternidad.

Y Carmen, con lágrimas resbalando por las arrugas, respondió:

Gracias por recordarme que la vida no se mide en años, sino en momentos como este.

En su diario, Carmen escribió:

“Hoy rompimos todas las reglas. Hoy descubrí que nunca es tarde para volver a decir ‘sí, quiero’”.

 

Tomado de la Página de Facebook Ankor Inclán

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