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Artículo Inocencia

Mi despertar profundo determinó que surgieran en mí tres cualidades: sabiduría, inocencia y amor. Aunque forman parte del mismo todo, podríamos expresar esta totalidad a través de estas tres cualidades.

La iluminación le abre la puerta a la sabiduría. Cuando hablo de sabiduría no quiero decir que me volviera listo de repente. Me refiero, simplemente, a que comprendí la Verdad. Esta Verdad es lo que yo soy. Es lo que el mundo es. Es lo que es. La sabiduría es la comprensión de lo que eres. Es la comprensión de la Verdad, la única, la exclusiva y auténtica Verdad. Esta Verdad no pertenece a la filosofía, ni a la ciencia, ni a la fe, ni a las creencias, ni a la religión. Está más allá de todo eso, mucho más allá.

La segunda cualidad que surgió tras el despertar fue la inocencia. Esta tremenda inocencia produce la sensación de novedad permanente en la vida. Desde el despertar, el cerebro ya no se aferra a nada ni se compara, por lo que cada momento es experimentado desde la novedad, como en la mente de un niño pequeño. La mente adulta tiende a asimilar las cosas y compara las percepciones a la letanía de cosas que le hayan sucedido en el pasado; básicamente, sostiene la actitud de «he estado allí, lo he hecho». Es bastante árida, aburrida y seca. La mente inocente surge cuando desaparecen estas comparaciones. Podríamos referirnos a esta inocencia con el término «humildad», pero yo prefiero la palabra «inocencia» porque creo que se acerca más a la experiencia auténtica.

La tercera cualidad que surgió fue el amor. Este amor se refiere simplemente a la existencia. La iluminación despierta un amor por lo que es, por todo lo que es. El mero hecho de que algo exista parece maravilloso, pues cuando la visión del despertar es profunda, nos damos cuenta de lo delicada que es la existencia. No me refiero a que podamos morirnos en cualquier momento. Lo que quiero decir es que presenciamos un milagro increíble, vemos lo fácil que sería que no hubiese absolutamente nada aquí. (En realidad no hay absolutamente nada, aunque esa es otra historia.) Percibimos la existencia de algo como un verdadero milagro, y a partir de esta visión nace un amor enorme por lo que simplemente es. Este amor difiere del que sentimos cuando amamos porque hemos conseguido lo que queremos, o cuando encontramos la pareja perfecta. Se trata de un amor al mero hecho de tener cordones en los zapatos, o a que existan las uñas de los pies; es ese tipo de amor. Cuando comprendemos que todo y todos somos el Uno, surge un tremendo amor por el mero milagro de la vida.

Cuando el despertar es muy profundo, dejamos de funcionar desde el yo personal, es decir, dejamos de relacionarlo todo «conmigo». Los pensamientos no tienen que ver conmigo; las sensaciones no tienen que ver conmigo; lo que hacen los demás no tiene que ver conmigo. Cuando la conciencia se encuentra inmersa en el ego, todo lo que ocurre, literalmente, me ocurre a mí, ¿verdad? Ese es el estado «normal» de conciencia.

Nadie puede explicar realmente qué es el yo personal; simplemente lo sentimos. Es algo visceral. No es sólo nuestra forma de actuar o lo que decimos; es la fijación central de nuestro yo. Cuando vemos a través de él, nos damos cuenta de que el yo personal no es lo que somos y comprendemos que nada es sustancial. Cuando vemos nuestra verdadera naturaleza, aparece una paradoja: a medida que comprendemos que no existe ningún yo, nos hacemos más presentes.

En mi experiencia, por tanto, la inocencia y el amor ocuparon el lugar del yo personal. Habían estado ahí siempre, evidentemente, pero estaban cubiertos por la cantidad de pensamientos y de sensaciones que habían constituido mi «yo». Esta inocencia sigue sorprendiéndome, pues no se agota nunca.

Independientemente de cuánto vea, o de cuánto profundice su visión o su madurez espiritual, sigue siendo inocente, haciéndose más inocente. Cuando estamos en el estado de conciencia del ego, cuanto más sabemos menos inocentes nos sentimos. Pero con nuestra verdadera naturaleza, cuanto más sabemos, nos sentimos más inocentes.

Si llamo inocencia a esta sensación no es sólo porque conlleve la sensación de inocencia con la que todos podemos identificarnos, sino porque también lleva implícita una sensación de gran desprotección. Cuando estamos desprotegidos nos damos cuenta de que esta inocencia sólo procede de ella misma. Podemos entenderlo así: cuando nos relacionamos desde el ego, partimos básicamente de una idea, de un punto de vista que es un conjunto de creencias o de recuerdos. Cuando partimos de la inocencia, no procedemos de ninguna idea, de ningún punto de vista y de ninguna creencia. Venimos de la inocencia, que no implica ningún punto de vista concreto. No tiene ninguna ideología, ninguna teología; no lleva asociada ninguna lista de creencias ni de ideas. Es la única cosa del mundo que está segura de no saber qué es lo que pasa. En la inocencia no tenemos ni idea de lo que pasa, y en eso reside la maravilla. Cuando digo que no sabemos lo que pasa, lo que quiero decir es que no utilizamos el pensamiento para relacionarnos con la experiencia. Al experimentar algo, damos un rodeo al pensamiento. No filtramos la experiencia en absoluto. Por eso es inocente.

Este aspecto del yo iluminado, esta inocencia, en realidad está presente en todos los seres de alguna forma. La mente o el ego tal vez consideren que es un lugar agradable para ir de visita, pero les aterra la idea de quedarse ahí, pues se quedarían sin las herramientas del estado de conciencia egoísta; dichas herramientas quedarían inutilizadas. Al ego le gusta visitar este lugar porque le produce un pequeño alivio agradable, como si nos fuéramos de viaje a las Bahamas en nuestro interior durante un par de minutos. Pero a la hora de quedarse, la mente no se siente muy cómoda, pues ahí deja de ser operativa. Vemos que no somos lo que creíamos ser y que el mundo tampoco es lo que creíamos. Todo es nuevo, abierto e impredecible, y esto hace que el ego se sienta inseguro.

Entender la profundidad de esta inocencia no es fácil. Si estuvieras sentado y experimentases una sensación corporal que etiquetarías mentalmente como miedo, la inocencia no lo sabría. La inocencia ni siquiera reconocería la sensación clasificada como miedo por la mente, pues no la percibiría a través de esta. La vería como «madre mía, ¿qué es esto?». Cuando te interesa algo, vas hacia ello. Si te interesa un sonido, te acercas a él. Si te interesa un olor lo hueles. La inocencia se limita a mirar con curiosidad y se pregunta «¿qué es esto?». Y se acerca mucho a la sensación. Descubre la sensación a través de la experiencia, en vez de la idea. La sensación de miedo recibida de la experiencia difiere mucho de la que se recibe a través de nuestra idea sobre el miedo. Como la palabra «miedo» ha pasado de generación en generación, en cuanto surge en la mente el pensamiento que dice «miedo», ya no está refiriéndose a este preciso instante y pasa a hacer referencia a incontables generaciones de miedo.

Pero la inocencia no ve a través del pensamiento, así que le da un rodeo a la historia. Cada instante es un nuevo descubrimiento. El ego de la mente no lo elige: «De acuerdo, voy a ser inocente, voy a descubrir cada instante y voy a prestar atención». Esto imposibilitaría la inocencia, pues la convertiría en un proyecto del ego. La inocencia ya existe, y se acerca a cada momento experimentándolo de forma plenamente inocente. Cuando entras en contacto con esto, comienzas a sentir la curiosidad infantil implícita; descubres que sientes curiosidad por cada experiencia, por cada cosa. Por eso muchas religiones aconsejan ser como un niño (que no es lo mismo que infantil), pues esa actitud se interesa mucho por la naturaleza de las cosas. Esta es la cualidad de novedad que sentimos cuando dejamos de vivir desde un yo separado.

Evidentemente, seguimos teniendo cerebro y pensamientos, así que continuamos aprendiendo cosas y acumulando experiencias. El ego siempre percibe las cosas a través de este conocimiento acumulado. Cuando vivimos desde un yo no separado, la única diferencia es que no percibimos desde esa acumulación, aunque podamos acercarnos a ella cuando lo creamos necesario. Cuando percibimos a través de la experiencia, obtenemos la extraordinaria capacidad de ser sabios en cada momento, pues la sabiduría más profunda del momento surge en ese estado. Esta sabiduría sólo le pertenece al momento y no forma parte de nuestro conocimiento acumulado. En zen lo llamamos prajna, «sabiduría central», y pertenece al Todo. Pertenece al momento. Dejamos de relacionarnos desde la sensación del yo personal y lo hacemos desde la totalidad de la existencia.

El despertar también me descubrió la cualidad de amar el mero hecho de existir. No era un amor generado por nada. No se basaba en un buen día, en una buena persona, en un buen encuentro o en una buena sensación. En realidad, aunque no fuera un día tan bueno, ni un encuentro tan bueno, ni una persona tan buena, ni una sensación tan buena, yo sentía el mismo amor. Es un amor que ama la vida porque ésta le permite encontrarse permanentemente consigo mismo.

El despertar revela la inexistencia del yo separado, y así descubres que eres todas las cosas. Resulta paradójico. Descubrimos que no somos nada y, al mismo tiempo, que somos absolutamente todo. Cuando lo vemos nos damos cuenta de que lo único que ocurre es que el amor se encuentra consigo mismo, o que te encuentras contigo mismo, o que la Verdad se encuentra consigo misma, o que Dios se encuentra consigo mismo. El amor se encuentra consigo mismo a cada momento, aunque el momento sea terrible. Esto no sucederá nunca desde el estado de conciencia del ego, que lo filtra todo a través de la mente. Desde la inocencia, sin embargo, el amor se encuentra consigo mismo a cada momento. Si me amas, se encuentra consigo mismo. Si me odias, bien, también se encuentra consigo mismo. Y eso le encanta. Me estoy refiriendo al Uno, que se encuentra consigo mismo, comprendiéndose y experimentándose.

Es un amor que incluye las sensaciones positivas asociadas al amor, pero también trasciende totalmente estas sensaciones. Es un amor mucho más profundo que la experiencia. Si te fijas en alguna cualidad del amor que hayas experimentado, no importa de qué tipo, ¿has observado que el amor verdadero te abre la mente y las emociones? El ego cierra puertas continuamente. A nivel emocional e intelectual, en cuanto el momento deja de ser «adecuado», lo que sucede en el noventa y nueve por ciento de los casos, el ego empieza a dar portazos. Pero, aunque se encuentren ante algo muy desagradable, la inocencia y el amor no dan ningún portazo.

Fíjate en que a medida que veas más allá de tu sensación del yo, irás sintiéndote más inocente. Y a medida que conozcas mejor la inocencia, el amor irá saliendo más a la superficie y empezará a experimentarse, a vivirse y a moverse en esta vida. La sabiduría está disponible en ese preciso momento porque estamos abiertos. Así que la sabiduría se hace más profunda, y la inocencia también. La inocencia hace posible que haya más amor y, cuanto más amor haya, habrá más sitio para la sabiduría, y así se perpetúa el círculo.

La sabiduría se hace posible gracias a estas cualidades de amor e inocencia, que no sólo resultan del florecimiento de tu verdadera naturaleza, sino que también posibilitan la conciencia y su encarnación.

 

Tomado del libro La Danza del Vacío – Parte 4.

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